Biografías personales

Cuéntenos su historia y sea el autor del libro de su vida. Foto:Nicolai Berntsen

Historia de una empresa

Sueños hechos realidad coronados por el éxito

Cuentos personalizados

Historias con nombres y hechos a resaltar en un contexto real o fantástico. Imagen:Echi-Book

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BIOGRAFÍAS Y MEMORIAS FAMILIARES



Una biografía nos conecta con nuestro pasado, con nuestras raícesEs una herencia única, vinculada con nuestra identidad, con nuestra historia familiar. Puede ser una válvula de escape con un efecto terapéutico, y una ayuda para encontrar ese hilo conductor que nos ha llevado a forjar nuestro destino. Es un gran regalo para la familia y amigos. Una biografía nos ayudará a conocernos mejor y a ser recordados.

      Cómo lo hacemos  


El color de la Navidad


En el villancico Blue Christmas (Azul Navidad), Elvis Presley le cuenta a su amada ausente, que ella será feliz con su blanca Navidad, y que a pesar “del rojo de las decoraciones en un verde árbol de navidad”, para él simplemente será “una Navidad azul, azul, azul”. 

Tal vez el problema de estas fiestas resida en el empeño de que todo el mundo las vea del mismo color. Para muchos predominará el blanco porque simboliza la nieve, la alegría, la inocencia… Habrá quién decida teñirla de verde, por lo que supone de esperanza en el nuevo año que está a punto de comenzar. O quizá prefieran el rojo, que envuelve, por tradición, esos deseos que esperan ver cumplidos mientras apuran la última uva de la suerte. A otros muchos tan solo les rodea el gris de la indiferencia, la rutina, la soledad acompañada. Pero también se pueden vivir inmersas en un negro cegador por la tristeza que reflejan las ausencias y las sillas vacías. 

Quizás sería más sencillo dejar que cada uno las viva como quiera o pueda sentirlas; que se elija libremente la tonalidad con la que vestir la Navidad con la misma naturalidad con la que seleccionamos la ropa cada día. Sin presiones, sin expectativas, sin monsergas. Un “tutti fruti” liberador que nos acoja a todos por igual en unas fiestas que, como cada año, nos visitan con su estallido de luces, sombras y buenos deseos.

Foto: "Christmas star" mariya.m. Pixabay.


El pinchazo

Por Marisa Díez


Imagen: María Pedreda


Esta mañana, en el hospital Zendal de Madrid, dos mujeres se acercan nerviosas a la entrada. Una de ellas tiene cita para vacunarse y su amiga pretende a toda costa acompañarla durante el proceso. Cuando le indican que debe permanecer en el exterior, se escucha un “qué pena” y un “mucha suerte” que la mujer acierta a pronunciar casi entre sollozos. Entonces, las dos se funden en un abrazo intenso, como si esa media hora escasa que transcurrirá hasta reencontrarse fuese una eternidad, y no el tiempo mínimo necesario para llevar a cabo la vacunación. Pero ellas se abrazan como si no hubiera un mañana y yo intuyo las sonrisas cómplices de todos los que observamos la escena, escondidas bajo nuestras mascarillas. Otra vez se me nubla la vista y ese nudo en la garganta amenaza con ahogarme. Hace sólo tres días que recibí mi primera dosis y desde entonces paso de la risa al llanto con total facilidad.

Y es que, cuando aquel mágico mensaje parpadeó en mi móvil, las horas empezaron a transcurrir con una lentitud pasmosa. No veía el día de sentarme a recibir tan esperado pinchazo. Llegado el momento, sentí claramente esa especie de elixir traspasando mi piel. Este bicho va a seguir dando guerra un tiempo más, pensé para mis adentros. Pero como estaba pletórica, abandoné todo pensamiento negativo. A continuación me dirigí a la zona que me indicaron, con una sonrisa de oreja a oreja, donde esperé los diez minutos de rigor para prevenir cualquier reacción adversa. “Vamos a por ti, maldito virus, y vamos a vencer”. Me pareció que algo similar pensaban todos los que allí esperaban en silencio, enfrascados en sus móviles; apenas se oía un susurro. Sin embargo, a mí me dio por reír. A carcajadas. Y no podía parar.

De haber sido posible, hubiera llenado de besos a todos esos ángeles de la guarda que administran las vacunas a diestro y siniestro, por aquí y por allá, sin pausa, pero sin prisa. Hubiese querido poder explicarles lo que sentía, el agradecimiento eterno a su dedicación, pero no me salieron las palabras. Sólo acerté a dar las gracias una y otra vez. Y entonces recordé la angustia, el miedo, la sinrazón…

Como si se tratara del tráiler de una película de ciencia ficción, visioné con claridad al abuelo que, desde su terraza, cada tarde a las ocho en punto, nos daba la señal para comenzar los aplausos. Reviví las mañanas de encierro buscando un rayo de sol que se filtrara por la ventana. Las colas interminables y silenciosas en los hipermercados. Las imágenes de hospitales en frenética actividad y las morgues colapsadas. La inquietud e incertidumbre que se adivinaba en las miradas. Y más tarde, la primera vez que vi a mi madre, cuatro meses después. Esa impotencia al no poder apenas tocarla. Y los que se fueron. Por encima de todo visioné a los que ya no están. Recordé a Rosa, de quien no pude despedirme, a pesar de conocerla de toda la vida. A Esperanza, que perdió a su hermano de manera absolutamente inesperada. A Charo, que pasó los primeros días de la pandemia ingresada en el hospital, con el miedo incrustado en el cuerpo y en el alma. Y a Manolo, a Vicenta, a Javi, a Fernando…, tantos nombres propios, conocidos y ajenos, que dieron la batalla con diferente fortuna. Sí, ahora el fin de la proyección está más cerca, pero todavía nos resta por leer los títulos de crédito.

Aún tardaré al menos tres semanas en recibir mi segunda dosis y ya estoy haciendo planes para cuando se muestre en la pantalla el ansiado the end, cual vieja película de cinemascope. Espero que tan soñado pinchazo sirva para recomponer un poco mi maltrecha salud mental. Y aunque me lance a repartir sin tregua todos los abrazos contenidos durante este último año, sé con seguridad a quiénes voy a dirigirlos, de la misma manera que tengo claro los que bajo ningún concepto los recibirán. Llegado ese momento espero haber sido capaz de controlar tanta emoción absurda y desbordada, que tampoco me parece de recibo dejar escapar la lagrimilla por un simple achuchón en el Zendal.





El elixir

 

Por Esperanza Goiri

 

Circe envidiosa (1892), de John William Waterhouse


Creo no equivocarme al afirmar que todo el mundo se alegró cuando cayó la última hoja del calendario de 2020. Nos las prometíamos muy felices con el nuevo año. Sin embargo 2021, al que podíamos calificar como “el deseado”, me está empezando a recordar al rey español Fernando VII, denominado también así por las ansias del pueblo de que asumiera el trono para evitar el dominio francés, pero salió rana, y en poco tiempo pasó a ser conocido como el “rey felón”.

A los hechos me remito. Estábamos disfrutando del roscón de Reyes cuando nos encontramos con la primera sorpresa, y no era el haba ni el muñequito escondidos en su masa esponjosa. Un tipo que parecía salido del grupo musical Village People, se paseaba ufano por las salas del Capitolio de los Estados Unidos, seguido de sus secuaces, pretendiendo conseguir por la fuerza lo que las urnas no les habían concedido. El mundo asistía estupefacto al asalto y ocupación del Congreso de uno de los países más poderosos del planeta. La situación, afortunadamente, fue reconducida. 

Apenas recuperados del susto, Filomena entró en nuestras vidas. No se presentó de improviso. Chica educada, ya había avisado con antelación de su inminente llegada. La esperábamos emocionados: Madrid nevado y resplandeciente, fotos de ensueño… Pero como esos invitados a los que se acoge por un par de noches y luego se quedan meses en el sofá de tu casa, la Filo ya huele y cansa. Al igual que en los vinilos malos, nos encandiló con su cara A, pero la B ha resultado un fiasco. Bajo su inocente blancura escondía una letal arboricida (en mi calle los ha masacrado a todos); hemos tenido que aprender a caminar como pingüinos y a sortear trampas de hielo, aún así, las urgencias hospitalarias han vivido una continua “fiesta de la escayola” como la calificó uno de los accidentados. Doña Filomena se ha reído a mandíbula batiente mientras veía a los madrileños pegarse por una pala, sumidos en el caos y desconcierto de una ciudad no preparada y mal gestionada para recibirla. Se esperaba poco más que una anécdota y nos llegó un hito. Por desgracia, también ha arrebatado algunas vidas y los daños materiales son incalculables. Mientras tanto la COVID-19, celosa por su protagonismo robado, se ha vengado en forma de tercera ola y juega al despiste camuflada en nuevas cepas.

Si fuera de casa la situación es gélida, dentro nos hemos vuelto a quedar helados ante la avalancha de subida de impuestos, recortes, ERE, ERTE, toques de queda, perímetros de seguridad y demoras en la vacunación. Llamadme loca, pero ante tanta calamidad, tengo la incómoda sensación de que algo o alguien nos está mandando un mensaje, nada sutil, por cierto, y no queremos o no sabemos interpretarlo. 

Todas las mañanas relleno una botella grande de agua con “aguantaformo”,  resiliencia y resignación cristiana, aromatizadas con limón y jengibre. Añado mi ingrediente secreto y agito el brebaje con brío.Tras unos minutos de reposo, lo bebo a sorbitos a lo largo de la jornada y una de dos: o reviento, o patento el  elixir y me forro vendiéndolo.


De muelas y malas hierbas

Por Marisa Díez


Imagen:  Getty images

Empecé 2020 con un dolor de muelas. Quizá este hecho tuvo un valor premonitorio que entonces no fui capaz de percibir. Lo único cierto es que el primer día del año lo pasé como pude, anestesiada bajo los efectos de un cóctel de analgésicos y antiinflamatorios. Así que, a la mañana siguiente, no me quedó más remedio que marcar el teléfono de mi protésico particular para suplicarle ayuda. Aunque en su día estudió Magisterio, mi amigo Jorge decidió seguir la tradición paterna y empeñándose hasta las cejas, montó una clínica dental, lugar que jamás visito ante el miedo acérrimo que me produce semejante especialidad sanitaria. Después de desearnos toda clase de parabienes por el año recién inaugurado, me instó a que acudiera en unas horas a su consulta y así uno de sus odontólogos echaría un vistazo al origen de mis males. Le contesté de forma instintiva que igual ya no hacía falta, porque apenas sentía una leve molestia. “No te duele porque estás dopada. Te dejas de excusas y vienes para acá”, contestó sin atisbo de piedad. Me abstengo de relatar lo que ocurrió en los días siguientes, dos meses de visitas periódicas que terminaron con la promesa de volver a una revisión en verano que todavía tengo pendiente.

 Jorge y yo nos conocimos en el instituto y aún conservamos esa complicidad que fuimos cultivando durante años. Pertenece a ese grupo de personas a quien no necesito explicar con mucho detalle lo que me ocurre, porque con pocas palabras ya adivina más o menos por dónde pueden ir los tiros. Nos vemos de higos a brevas, quizá por miedo a que me obligue a tumbarme de nuevo en ese sillón maldito, más parecido a un potro de tortura, pero mi confianza en él nunca se ha visto resentida, a pesar de las distancias. Todo lo contrario de lo que me ha ocurrido con otro tipo de personajes que este 2020 tan peculiar se ha llevado por delante. Estaban a mi alrededor, nunca dudé de ellos y me han tenido en el limbo durante más de media vida. Ahora puedo afirmar que me siento satisfecha por haber despejado mi terreno de las malas hierbas, de la misma manera que me despojé de mis dos muelas del juicio. Desde entonces me encuentro mucho más sana, más limpia, en definitiva, más feliz, al haber atajado el mal desde la raíz.

Esta misma mañana, repasando mi actividad en alguna red social, me he parado a observar una foto, fechada el uno de marzo, en la que fui a visitar una exposición del Metro de Madrid. He sentido vértigo y una especie de angustia en el estómago intentando descubrir alguna señal que pudiera predecir el caos que sobrevino tan solo unos días después. Ahí estaba yo, tan contenta, posando con mi mejor sonrisa, sin presagiar lo que se nos venía encima. Porque en este año de marras hemos perdido demasiado tiempo, algunas relaciones, muestras infinitas de cariño y la oportunidad de hacernos mejores. Pero a cambio, al menos en mi caso, he conseguido averiguar qué parte de mi entorno deseo conservar intacto y cuál necesita cambios urgentes o, directamente, la eliminación. Así que, de la misma manera que me despojé sin contemplaciones de las muelas del juicio y me vi obligada a realizar una limpieza en profundidad del resto de mi dentadura, ahora estoy en la tarea de dilucidar cuántas piezas de mi engranaje consigo conservar y cuáles dejo definitivamente en el contenedor de desechos. Algunas puede que, haciendo un esfuerzo, se conviertan en reciclables, pero hay otras que ni la mejor labor de reconstrucción conseguirá salvar, porque no siempre disponemos de un Jorge en nuestra vida capaz de reparar lo que ya está roto sin remedio.

Siempre fui aficionada a buscar el significado de los sueños y me entretiene encontrar explicaciones en el mundo onírico. Dicen que soñar con la pérdida de las muelas nos alerta de cambios importantes que traerán consigo consecuencias imprevisibles. Durante los últimos meses, a menudo he tenido la sensación de estar inmersa en una pesadilla sin final. Tan solo espero que al despertar encuentre todo limpio y reluciente a mi alrededor, porque ya no tengo ganas de volver a hacer limpieza.

El día que vi "Á bout de souffle"

Por José María Ruiz del Álamo 



Fotograma de la película "Al final de la escapada".
No debía haber visto Al final de la escapada (título con que se estrenó en España), razones varias así lo atestiguarían, pero como uno de vez en cuando es un ser voluble y cambia su pensar de un momento a otro. La naturaleza me pierde, porque sin saber lo que me deparaba derivé hacia la sala de un cine.

No era un día como otro cualquiera, tal vez sí. Pongamos que sí. Como cualquier jornada del verano de mi juventud (valga decir adolescencia), barbilampiño y melena al viento, cual zagal venturoso partí a primera hora a clases de recuperación. Las zarandajas matemáticas eran mi desatino. Circunstancia tal también se extendía a los idiomas, siendo el francés un suplicio para mi alma. Cuita la mía, que entre ambas lecciones tres horas quedaban en blanco. Un tiempo que mataba entre chapuzones en la piscina y algún partido de tenis.

La caja de botones


Por Esperanza Goiri

Imagen: Bluemorphos

El único suspenso escolar de mi vida fue en Pretecnología (de ese nombre no se podía esperar nada bueno). Cursaba quinto de la EGB y la señorita Pilar se empeñó en enseñarnos diferentes puntos de costura en una tela de panamá. En junio mi labor era un guiñapo atravesado por hilos de colores sin orden ni concierto. Ese verano, para recuperar, mi madre me puso a coser una hora al día en un paño nuevo. En septiembre fue presentado con orgullo torero ante la crítica mirada de la profesora. Me acuerdo perfectamente de sus palabras: “Goiri, bien, lo que se dice bien no está, pero le has puesto empeño”. Conseguí aprobar, pero juré no volver a tocar una aguja. El tiempo diluye esas declaraciones grandilocuentes. Cogerla sí la he cogido, no me ha quedado más remedio, aunque lo único que hago, si no bien, al menos decentemente, es coser un botón.

Los botones siempre me han gustado como objeto al margen de su utilidad. Tienen el poder de realzar o devaluar una prenda. Basta cambiarlos para que un vestido o una camisa parezcan distintos, sobre todo en estos tiempos en los que intentan que vayamos todos uniformados. Mi madre, cuando desechaba la ropa, siempre los descosía con cuidado y los guardaba en una caja para reutilizarlos. Algunos de su época son pequeñas joyas por la calidad de su material y la originalidad de su diseño. Ya no los fabrican así. Al cerrar la casa familiar heredé su caja de botones en la que metí todos los que yo había acumulado por mi cuenta. Pasé a tener superávit de botones. Ello implica buscar y rebuscar, fatigosamente entre tantas opciones, el modelo del tamaño, número y color requeridos. Así que el pasado Viernes Santo, ante una larga y tristona tarde de confinamiento, acometí la tarea de poner un poco de orden en ese maremágnum de formas y colores. Las tareas manuales siempre me relajan. Entre mis dedos se fueron deslizando los botones de pasta de trajes y abrigos paternos; unos azules, como gominolas, de un abrigo infantil con el que me sentía arrebatadora; los de las blusas de mi madre forrados en seda; unos de asta de las trencas juveniles; de madera con forma de coche de una chaqueta de mi hijo… los recuerdos asociados a esas pequeñas piezas fueron cayendo en tromba como la lluvia que mojaba Madrid.

Bandera roja


Por Marisa Díez




Hace tiempo que no tengo un sueño feliz. Me refiero a uno de esos capaz de dejar en tu rostro esa extraña huella de satisfacción que no entiendes bien de dónde procede. Cuando empiezas a desperezarte eres consciente de haber sido protagonista involuntaria de una historia que terminó en el momento que despertaste. Y te quedas con cara de tonta al comprender que nada de lo que acabas de disfrutar pertenece a la esfera real. Puede que te hayas trasladado “al sitio de tu recreo”, que gozaras de la compañía de quien está lejos o de un encuentro con alguien que hace tiempo se marchó. Todo era casi tangible y ahora, ahí estás, maldiciendo por haberte despertado. Sabes que es imposible regresar a tu sueño por más que quieras intentarlo, y lo harás, esta misma noche.

De un tiempo a esta parte no hago otra cosa que dar vueltas en la cama. A la izquierda, a la derecha, boca arriba o boca abajo. Me levanto, bebo un vaso de agua, cojo un libro o me tumbo en el sofá. Soy incapaz de dormir más de dos horas seguidas y eso dificulta la probabilidad de sumergirme en un sueño más o menos estimulante. A veces pienso que dedico demasiadas horas al día a soñar despierta y cuando llega la noche no me queda otra que cerrar los ojos e intentar relajarme. Mi cabeza me suplica que la deje descansar y por eso no consigo imaginar dormida nada que supere a lo que ya he fabulado durante el día. Dicen que a lo largo de la noche tenemos varias etapas oníricas y sin embargo hace siglos que cuando me despierto no recuerdo nada. Positivo, me refiero, porque las sombras sí que me acechan a menudo, aunque decido olvidarlas desde el momento en que comienzo la jornada.

Pero a mí me gustaría seguir soñando también dormida. Podría viajar a mis lugares de referencia, los que ahora y en un futuro incierto, se han convertido en una quimera. Hace unos días, un poco angustiada por no sentir el sol en contacto con mi piel, me tumbé en el suelo de la habitación a la hora en la que los rayos entran con más fuerza. Y ahí mismo, con los ojos cerrados, escuché con claridad el murmullo del agua entre las piedras. Por unos minutos me evadí, recordando los buenos momentos, las risas, los abrazos… Y después, como en un quiebro, pude escuchar el sonido de las olas cuando rompen en la playa, mientras en el aire ondeaba la bandera roja ante un mar embravecido. Abrí los ojos y el presente se mostró de golpe y sin tapujos. Ahí estaba yo, tirada en el suelo de la habitación, intentando escapar de este encierro que cada día me resulta más inverosímil.

Nadie había imaginado, ni por un momento, que tendríamos un papel protagonista en esta película de terror. No estábamos preparados ni lo vimos venir. Y ahora somos incapaces de ver el final, de la misma manera que no supimos vislumbrar el principio. Cada día me observo en el espejo, intentando descubrir si la imagen que encuentro reflejada es la misma de hace unas semanas. Podría pensar que sí, pero dudo. Quizá antes sonreía con más fuerza o aquella arruga se veía mucho menos pronunciada. No estoy segura, pero temo que al final de este encierro, nosotros, los de entonces, ya nunca volvamos a ser los mismos.

Hace tiempo que no consigo soñar de noche lo que imagino de día. En un rato voy a tomar de nuevo mi dosis necesaria de vitamina D. El sol entra en mi habitación alrededor de las doce y parece brillar con una fuerza desconocida en este cielo tan azul que estos días luce Madrid. Pero acechan nubarrones grises en el horizonte y mucho me temo que en breve ondeará de nuevo la bandera roja.

Biblioteca de Javier y Pili

Por José María Ruiz del Álamo

Librería de la Cuesta de Moyano. EFE.

Nada como sentarse en el sofá un sábado a mediodía, máxime cuando los rayos del sol comienzan a atravesar el cristal del balcón y tornan a posarse en él. Allí me arrebujo. ¡Qué gustito, qué a gustito! Música, bebida y una novela completan la naturaleza (no muerta). ¡Cómo luce el astro en este febrero 2020!

Hora y media de absoluta calma. Atrás dejo los quehaceres de la semana, ya el domingo me plantearé nuevos avatares. Cada quien marca sus horarios, a esa libertad me atengo. Paz, para qué más. Al tocadiscos le encanta Ennio Morricone, un cubito de hielo demanda el vermut, y un lance con la prosa de Simenon. Concretamente, Maigret en los bajos fondos.

La piscina



Por Esperanza Goiri


Imagen: ddzphoto
Mi edificio no tiene piscina, lo que podría calificarse de rareza ya que el resto de los colindantes, de la misma época, disponen todos de una. Personalmente no me importa, nunca me han atraído las piscinas y mucho menos las comunitarias. El caso es que tenemos vistas directas a dos de ellas. Cuando mi hijo era pequeño me daba pena porque, en verano, en muchas ocasiones le pillé pegado al cristal de la ventana observando las evoluciones acuáticas de los vecinos. Se parecía a esos niños que arriman sus naricillas al escaparate de una juguetería alejados de los tesoros expuestos por un frágil vidrio. Trataba de consolarle, con escaso éxito, argumentando que él disfrutaba durante unas semanas del mar Cantábrico que era infinitamente mejor. Medio en broma medio en serio, todavía se queja de esa carencia.

Es justo reconocer que, aun en plena temporada “piscinera”, al tratarse de dos comunidades pequeñas y cívicas, no provocan los ruidos e inconvenientes asociados a ese entorno. Así que durante el día me olvido por completo de su existencia. Sin embargo, admito que, en alguna tórrida noche estival, asomada a la ventana, me he quedado absorta observándolas. Las piscinas están separadas por un muro medianero, pero tienen casi el mismo tamaño y quedan paralelas. En la oscuridad, iluminadas por sus focos interiores, destacan como dos enormes ojos. Difieren en su color, una es de intenso turquesa; la otra, de un verde azulado. Al igual que las personas y animales con heterocromía, esas pupilas acuáticas producen un efecto inquietante y sugestivo al mismo tiempo. No soy la única atrapada por su influjo. En su contemplación, más de una vez he coincidido con un hermoso gato negro, uno de los muchos que viven en el solar próximo. Siempre llega solo. Tras saltar la pared, pasea majestuoso y elegante por el bordillo de la piscina hasta dejarse caer con indolencia en un punto concreto, al lado de una de las escalerillas. Ambos compartimos el espacio, próximos pero ajenos el uno del otro. Yo, dándole vueltas a esos pensamientos, a veces absurdos, que asaltan a los insomnes. Él, sumido en razonamientos gatunos, cualesquiera que sean. Los dos disfrutando de la tranquilidad nocturna y de la sensación de frescor proporcionada por el agua.

Burlas del destino


Por Juana Celestino


Chair Car (1965), de Edward Hopper


Cuanto más envejecía menos le interesaba el futuro. Tenía algunos ahorros y una pensión decente, pero sus días eran de una pobreza existencial extrema. No es que el trabajo que había desempeñado a lo largo de su vida fuera algo del otro mundo y le dejara un gran vacío. Al contrario, había estudiado una carrera que no le importó ni mucho ni poco y toda su trayectoria laboral se podía resumir en reuniones interminables y horas de engorroso papeleo. A diferencia de sus compañeros, no vio en la jubilación forzosa una señal, el empujoncito que algunos necesitan para saltar a la siguiente etapa, la de recapitulación, y sentarse en su sillón favorito a reflexionar sobre el porqué de las cosas o a disfrutar del ocio y las aficiones. No era su caso. Ya había realizado todas las tareas convencionales —madurar, buscar trabajo, casarse, tener hijos—, y se le estaba acabando la cuerda. No esperaba nada de la vida. Las emociones de la juventud habían menguado sin ser sustituidas por otras nuevas. Ni tan siquiera la evocación de gratos momentos le servía de estímulo: aquel enamoramiento que cambió su vida ahora se presentaba en su memoria banal e impreciso; aquellas vacaciones exóticas, la carrera deportiva que ganó en la escuela… Recuerdos que “ya no me conmueven”, se sorprendió diciendo en voz alta mientras miraba por la ventanilla del tren. Quizá porque no se había implicado realmente en ello: se dejó arrastrar a un matrimonio impulsado y organizado principalmente por su pareja; por la misma razón conoció otros países, aunque siempre le dio pereza viajar, y puede que esa medalla deportiva la ganara porque sabía que su padre se sentiría orgulloso. En realidad, su vida había sido un continuo esfuerzo por encajar en unos parámetros familiares, sociales y laborales y no se molestó en pensar si se ajustaban a la clase de persona que era y a lo que deseaba.
De pronto reparó en que estaba de pie y abandonaba su asiento; con cierta parsimonia atravesó el vagón hacia la puerta de salida y la abrió tirando con fuerza. Había tomado una decisión, y un entusiasmo que no sentía desde hace tiempo sustituía ahora a su anterior indiferencia. El viento azotaba su rostro, dio un paso y vaciló, no por indecisión, sino para calibrar mejor las posibilidades de éxito. El paisaje que atravesaban le pareció demasiado llano para su propósito, conocía el recorrido y creyó conveniente esperar hasta llegar al desfiladero antes de entrar en el túnel; entonces lo haría. No se trataba de una fuga, sino la salida voluntaria de un escenario al que se había subido sin ser consciente de su consentimiento. Era un acto de libertad. Esperaba el momento idóneo para dar el salto, cuando la máquina de un bandazo le hizo perder el equilibrio y golpeó contra la puerta su cuerpo que rebotó hacia el exterior. Rodó por la despreciada llanura al tiempo que llegaba a sus oídos el estruendo provocado por el choque de trenes. Con tan solo algunas magulladuras y rasguños causados por la maleza, contempló con perplejidad el amasijo de hierros en que se había convertido su vagón.

Acaece

Por José María Ruiz del Álamo

Golondrina - Amor (1934), de Joan Miró.
Un segundo y acaece la vida. Dichosa palabra sin poesía, prosa universal: vida. No busques un verso, asfixiado queda por la hipoteca; dada a la prosopopeya, ¡menuda epopeya!, sin pompa y con mucha circunstancia.

Siempre en el crecer acaece el ser: arroyo volcánico de sentimientos, profundo lago de reflexión, catarata de tribulaciones administrativas, río de la vida, charco nigérrimo, afluente reverberante y océano de soledad.

De carne y hueso

Por Esperanza Goiri


Marilyn Monroe firmando autógrafos para sus fans en 1953. Foto: Milton Greene

En uno de los capítulos de la magnífica serie inglesa The Crown, el duque de Edimburgo aprovecha el paso por Gran Bretaña de los astronautas norteamericanos Armstrong, Collins y Aldrin, para solicitarles una entrevista a solas. Los admira profundamente, tras seguir toda la aventura espacial por la televisión, y le ilusiona compartir con ellos una audiencia privada, sin testigos. Protocolo le concede un cuarto de hora que, a priori, le parece muy poco tiempo para conocer a semejantes fenómenos. Sin embargo, cuando los tiene delante, enseguida se palpa su terrible decepción ante las respuestas y reacciones de sus interlocutores. Más tarde comenta a alguien de su confianza que esperaba encontrar a tres seres excepcionales, no a unos hombres normales y corrientes apabullados ante las alfombras y lámparas de Buckingham. 

En esa ocasión, el duque de Edimburgo se mostró expectante e inquieto como estaría cualquiera al conocer a alguien famoso. Pero olvidó un pequeño detalle que, tal vez, le hubiera evitado el chasco ante la conducta de sus héroes. No tuvo en cuenta que él mismo también era un personaje público. Como tal, ya había percibido, en otras situaciones, claras señales de desilusión en sus propios admiradores que esperaban encontrar a un digno representante de la Corona Británica y solo hallaron a un sujeto mal encarado y sarcástico. Obvió que detrás de cada celebridad hay una persona de carne y hueso. Como simples seres mortales, tienen malos días, padecen dolencias, pueden ser inseguros, ególatras, tiranos, simples, acomplejados… Incurrir en manías, supersticiones, cambiar de opinión, cansarse o ser infinitamente aburridos. Cada uno arrastra sus propias circunstancias y es imposible que encajen en las ideas preconcebidas que cada simpatizante tenga de ellos. Hay muchas papeletas para que pierdan en el cara a cara. Ya se sabe que las expectativas de los demás pueden ser un pozo sin fondo.

Las enseñanzas de Mafalda





Por Juana Celestino

Conocí a Mafalda ya siendo adulta. Fue en casa de un compañero de COU; mientras curioseaba en su biblioteca descubrí la obra de Quino que pronto me fascinó con su poderosa imaginería visual y el rompedor discurso tan adelantado en el tiempo. De una sentada leí la colección completa con las aventuras de esta niña —que odia la sopa, tiene una tortuga llamada Burocracia, no soporta a James Bond y es fan del Pájaro Loco, hasta el punto de pedir a gritos que se le conceda un Óscar— recibiendo un soplo de aire fresco con su humor y sus verdades que forman todo un catálogo doméstico-social.

El genial Joaquín Salvador LavadoTejón, Quino, fue merecidamente galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2014 “por sus lúcidos mensajes que siguen vigentes, por haber combinado con sabiduría la simplicidad en el trazo del dibujo con la profundidad de su pensamiento, y por el enorme valor educativo de su obra”. El padre de la universal Mafalda ha creado una de las obras más honestas que se hayan publicado, con una galería de personajes que representan diferentes arquetipos de adultos: Manolito, el materialista admirador de Rockefeller; Susanita, el ama de casa conservadora y conformista; el eterno soñador Felipe; Miguelito, otro soñador, pero muy ególatra y narcisista; la anarquista, crítica e incisiva Libertad; el ingenuo Guille. Todos ellos aún perviven; acompañan y complementan el mundo de Mafalda, esta pequeña filósofa que debería ser declarada en opinión de muchos (y también en la mía) Patrimonio de la Humanidad.

Empatía



Por Marisa Díez

Ilustración de Christian Schloe

Lleva meses intentando plantar cara a una situación que le está provocando verdaderos quebraderos de cabeza. Hace unos días la encontré hecha un mar de dudas, sin saber a ciencia cierta cómo afrontar las consecuencias inevitables de un suceso inesperado. Me confesó haber echado en falta el apoyo de quienes creía fieles. Pero, en contrapartida, ha descubierto que más allá de lealtades inquebrantables de las que nunca dudó, también se ha cruzado con personas que le han sorprendido por su solidaridad. Ha extrañado a algunos que suponía incondicionales y, sin embargo, ha sentido el respaldo de quienes menos esperaba. Se llama empatía, le contesté mientras se afanaba en explicármelo, y consiste en la capacidad de ponernos en el lugar del otro y comprender su realidad por encima de nuestra propia visión personal.

Se había hecho estas reflexiones tras enfrentarse a una especie de caos que, por unos días, puso su vida patas arriba. No lo vio venir y tuvo que lidiar con la incomprensión de quienes la acusaron de no haber estado lo suficientemente alerta. Se sintió perdida y un poco abandonada, mientras intentaba poner orden en todo aquel desconcierto. El mero hecho de tener que superar una situación que consideró extrema, dejó al descubierto su vulnerabilidad. Hasta ese momento estaba convencida de ser fuerte, pero empezó a ser consciente de su absoluta incapacidad para luchar contra lo desconocido y, por momentos, se vio desbordada y exhausta.

Calendario de vida

Por José María Ruiz del Álamo


Resulta extraño ver cómo las fechas tienden a desordenarse en nuestros recuerdos. La mente racionaliza una historia y la narra sin plantearse duda alguna. Pero indiscutiblemente el calendario marca sus tiempos y cuando los datos hacen acto de presencia sobre la mesa convierten el elemento poético en un trance “bukowskiano”.

Hasta hace unos días hubiese jurado que mi encuentro con los cinestudios madrileños vino dado por cuestiones “intelectuales”. Años de instituto, cuando la profesora de francés propuso llevarnos al cine a ver Pauline en la playa. Concertada quedó la fecha, pero dos días antes fue a verla ella con los alumnos de COU y determinó que moralmente no convenía que viésemos tamaña promiscuidad. Lástima, porque hubiese sido la primera vez que asistiese al desaparecido cine Alphaville (hoy renombrado Golem); además la profesora no consiguió que el título pasase al olvido, al contrario, aquella prohibición estimuló el interés.

El "bombillazo"

Imagen: Wallpapers

 Por Esperanza Goiri

No sé exactamente en qué curso ni cómo surgió el tema del “bombillazo”. Fue en algún momento de tercero de BUP o quizás en COU. Sí tengo claro que, una vez instalado en mi vida, se mantuvo hasta que terminé la carrera.

No fue ninguna revelación o iluminación mística que me mostrara el camino a seguir en esos años decisivos. Era una costumbre más bien doméstica e intrascendente. Incluso se puede calificar de pueril. El mes de septiembre, siempre envuelto en olor a libros nuevos, a goma de borrar y a lápices, me lo ha traído a la memoria arrancándome una sonrisa nostálgica.

Un cuento para el verano

Por Juana Celestino



Ilustración de John Tenniel para la primera edición de Alicia en el País de las Maravillas (1865)


El 4 de julio de 1862 el matemático y escritor Charles Lutwidge Dodgson y el reverendo Robinson Duckworth daban un paseo en barca por el Támesis con las tres hijas pequeñas de un amigo, las hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith. El calor apretaba, las pequeñas se aburrían y decidieron arrimar la barca a la sombra de la orilla; fue entonces cuando Dodgson, sobre la marcha, dio rienda suelta a su fantasía con un relato donde la curiosidad de una niña la lleva a precipitarse por la madriguera de un conejo blanco. La historia gustó tanto a sus oyentes que la mediana de las hermanas, Alice, pidió que el cuento no se perdiera y lo fijara en el papel. Dodgson pasó toda la noche escribiendo un relato que tituló Las aventuras de Alicia en el mundo subterráneo y le regaló el manuscrito a la niña. Tres años después llegaron a las librerías los primeros ejemplares de, ahora sí, Alicia en el país de las Maravillas, firmado con el seudónimo de Lewis Carroll, ese científico, genio de las matemáticas y de los enredos de la lógica, maestro de las adivinanzas, inventor, pionero de la fotografía, y quién sabe cuántas cosas más.

El ojo vago

Por Marisa Díez


Imagen: Wikimedia Commons
No sé cuánto tiempo atrás debemos remontarnos para evocar, con mayor o menor exactitud, nuestro primer recuerdo. Supongo que dependerá de cada persona y de su capacidad para descubrir en qué momento su cerebro hizo click y comenzó a almacenar historias. En mi caso concreto no tengo conciencia de sucesos, ni importantes ni triviales, hasta cerca de cumplir los cinco años. Quizá es que mi vida estuvo privada de emociones fuertes y mis neuronas entendieron que no merecía la pena dejar fijados, en ningún lugar de mi memoria, acontecimientos que no significaban gran cosa. O también pudo ocurrir que mi desarrollo cognitivo fuera precario hasta transcurridos unos cuantos años y necesitara esperar un poco más para empezar a distinguir con claridad mi catálogo de evocaciones.

Ignoro la razón por la que mis hermanas se lanzan a contar sus recuerdos a partir de una edad en la que yo soy incapaz de acordarme de nada. Me da envidia, y hasta cierta rabia, porque si las cuatro convivimos en la misma casa, el mismo barrio y, por descontado, la misma ciudad, durante toda nuestra infancia ¿cómo es que yo tardé más tiempo que ninguna de ellas en elegir aquello que no iba a olvidar nunca? Mi hermana mayor conserva recuerdos nítidos de sus dos o tres años, durante una visita a Bretún, el pueblo de mi madre: un paseo a caballo, la figura del bisabuelo sentado en la puerta de la casa y que alguien, no sabe quién, le regaló un huevo. Tal cual. Un huevo. Supongo que fue la extrañeza de tan inusual obsequio para una niña de ciudad, lo que disparó una especie de resorte en su mente infantil y le impidió olvidarlo. Otra de mis hermanas puede evocar, con absoluta claridad, el “río grande” que corría junto a la casa de veraneo que ocupamos durante unas vacaciones, la figura de un gato enorme que la asustaba y el transcurrir de los días sentada en una piedra con los pies en el agua. Y tendría aproximadamente la misma edad, alrededor de tres años. Con el paso del tiempo, alguna visita posterior al mismo lugar, le hizo constatar que ni el río tenía las dimensiones recordadas, ni mucho menos los gatos eran aquellos monstruos que se le aparecían para atemorizarla.

Por qué seleccionamos unos recuerdos sobre otros, y a partir de cuándo conseguimos revivir determinadas situaciones con relativa lucidez, es una cuestión que se me escapa. Por qué damos prioridad a unos hechos y sin embargo olvidamos por completo otros; qué razón oculta nos ayuda a elegir lo que entrará a formar parte de nuestra historia y en qué nos basamos para decidir cuándo algo es lo suficientemente importante para no olvidarlo.

Mi primer recuerdo no es nada divertido, aunque tampoco lo he vivido nunca como algo traumático. Me veo en la cocina de casa, rodeada de mis padres, mis hermanas y mi tío, quien había sentenciado que yo no tenía la misma visión en un ojo que en el otro. Para confirmar su hipótesis, allí mismo y delante de todos, me tapó uno de ellos ¡con una cuchara! Y de aquella manera tan rudimentaria pudo constatar que sus sospechas eran ciertas y que yo, básicamente, no veía ni jota por mi dichoso ojo torcido. A ver, que tampoco tengo conciencia de que me importase demasiado, pues veía perfectamente por el otro, pero sé que mi familia puso el grito en el cielo y se escuchó algún que otro llanto. Al final, con los años, la sangre no llegó al río. Durante mucho tiempo llevé unas gafas horribles que a mí me encantaban y cuidaba con esmero. Jamás las rompí ni me las quitaba, y, aunque mi ojo vago nunca recuperó la visión perfecta, no recuerdo haberlo vivido como algo preocupante, más allá de un ligero fastidio por no poder presumir de una mirada alineada, como la que tenían mis amigos, y de la que yo siempre carecí.

Pero continúo sin poder explicar la razón por la que seleccioné aquel momento como el primero que entraría a formar parte de mi almacén de vivencias. Desde entonces sigo buscando la manera de elegir mis recuerdos, para quedarme con los que me interesan y desechar todos los que me producen malas vibraciones. En ello estoy. Todavía no lo he conseguido, pero dadme un poco más de tiempo.

Ochocientas películas y un biberón

Por José María Ruiz del Álamo



Gran galería del Louvre, de Hubert Robert.
Ya estás conectado, la pantalla alumbra tus ojos. Es el momento de abrir una ventana, y de ahí a otra. ¿Con cuántas ventanas has interactuado hoy? ¿Cuántas pantallas has encendido? Ya no sabemos vivir sin ellas, nuestra relación ha mutado, nuestro yo se ha digitalizado.

La estadística así lo confirma, perdemos el control del tiempo frente a esas luminiscencias, quedamos absortos. Nuestro hábitat se ha llenado de reflectores, ya sean televisiones, ordenadores, tabletas, móviles… Los juegos van al vídeo, mientras a los “books” se le añade la “e”. Todo está informatizado, quizá nuestras células vengan a transformarse en códigos binarios o en píxeles.