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Hay lugares que nos resultan familiares, aunque sepamos con certeza que los vemos por primera vez porque en nuestro recuerdo no hay vestigio alguno de experiencia en ellos. Esta misteriosa sensación me asaltó a los pocos días de llegar a Vikos, una aldea situada en las montañas del Pindo, al noroeste de Grecia.

No sé si importa la razón por la que estaba allí, si realmente la conozco. Sólo sé que llegó un momento en que me sentí como una extraña en mi propia vida, en que me dejé de reconocer. Necesitaba huir y encontré el valor para hacerlo. Lo importante no era, por tanto, el destino de mi viaje. Por lo menos, el destino geográfico. No huía de mí misma, sino de ésa en la que parecía destinada a convertirme y que ocupó mi lugar. No huía de mí misma, sino en mi búsqueda.

Afortunadamente reaccioné a tiempo, a tiempo para mí misma. Para los demás mi decisión fue un insulto, una falta de consideración que dio lugar al escándalo. Había decidido suspender mi boda nueve días antes del evento; todo y todos a punto para la celebración en un sábado a comienzos del otoño, que se esperaba llena de parabienes.

La elección del lugar para huir de la tormenta que había provocado con mi espantada no fue al azar: Grecia siempre me ha gustado y esta región del norte, de crestas rocosas y densos bosques, me permitiría practicar mi afición a las caminatas. La naturaleza salvaje del lugar ofrecía variadas opciones en los itinerarios a seguir, y al tercer día de mi llegada me sentía pletórica y feliz de encontrarme entre aquellos parajes y ajena a la persona que había estado a punto de convertirme.

No era una huida, para nada, aunque literalmente así lo pareciera. La huida la había sentido en un antes, esa forma de perderse uno mismo cuando le imponen los hechos, cuando le anulan la personalidad y uno deja de sentirse uno mismo: uno es otro. Así que realmente estaba ante la búsqueda de mí misma. Ese sentido de volver a renacer, volver a ser yo, yo misma, sin equipaje.

Al séptimo día de mi llegada, mientras contemplaba el atardecer a las afueras del pueblo, noté una presencia a mis espaldas. Me giré y reconocí a Fedora, la mujer de mediana edad que regentaba la casa de huéspedes donde me alojaba. Iba acompañada de Milos, su perro, que se acercó a olisquearme. Sobrecogidas por la belleza del espectáculo, nos saludamos con un breve gesto de cabeza sin pronunciar palabra. El sol desapareció, por completo, en el horizonte.
Justo en ese momento, Fedora me dijo:
-Tengo una mochila para ti.

-¿Una mochila? Perdone, pero creo que se confunde de persona. Sólo he traído una maleta pequeña.

-No, no me equivoco. Es una mochila gastada y vacía, cuando la llenes y no quepa nada más en su interior deberás devolvérmela.
Se despidió con una cálida sonrisa y se alejó por el camino con Milos trotando a sus pies. Inquieta y desconcertada, me quedé sola mientras la oscuridad se adueñaba de todo. 
 
Aquella mañana no se presentó con cielo limpio y sol radiante como en los primeros días de mi llegada, aunque tampoco parecía amenazar lluvia. Vi sobre una silla la mochila que tan misteriosamente me había entregado Fedora la noche anterior.Tras contemplarla durante unos instantes, seguía sin entender el sentido de aquel objeto que tendría que devolver lleno, ¿de qué? Aparté aquella incógnita de mi mente, me sentía activa y decidí llevar a cabo una excursión por los alrededores. Me colgué la mochila, donde había guardado una tableta de chocolate y algunos frutos secos, así como una linterna y algunas prendas de vestir, en previsión de alguna mojadura. Llené la cantimplora y me puse en camino tomando la ruta del desfiladero.

Antes de partir, escudriñé el interior de la casa. Reinaba en ella un silencio sepulcral. Apenas se escuchaba nada más que el canto de los pájaros en el jardín y los ladridos intermitentes de Milos. Me dirigí a la puerta y, antes de cerrarla tras de mí, sentí con nitidez una presencia que me observaba, pero no pude distinguir la figura de Fedora, agazapada tras los visillos de la ventana del salón.
Anduve varios kilómetros, maravillada ante la belleza del paisaje. Cada pocos pasos, sacaba de la mochila mi vieja cámara de fotos para inmortalizar aquella exuberante vegetación, desconocida para alguien como yo, oriunda de la árida meseta castellana.
Cuando me disponía a disparar una de las instantáneas y al intentar conseguir el mejor encuadre, observé tras el visor una figura, no sé si humana o animal, que salía huyendo a la velocidad del rayo al escuchar el disparo de mi cámara. En ese momento no pude precisar si habría quedado inmortalizada en la instantánea, algo que, por otra parte, no iba a poder descubrir hasta mi regreso a España.

Flanqueada por la espesa vegetación, tomé la ruta que bordea el precipicio del desfiladero desde donde se oía el fluir de un caudaloso río en las profundidades. Me proponía recorrer los 12 kilómetros de longitud que tiene la garganta por un camino serpenteante entre arces, hayas y robles coloreados por el otoño. Tras lo que me pareció una larga subida, se abrió un claro que se ofrecía como un mirador natural desde donde podían divisarse otras gargantas. Estaba tan deseosa de llegar al recodo para disfrutar de unas vistas que se anunciaban espectaculares, que no me percaté inmediatamente de la larga figura que, de espaldas a mí, contemplaba el panorama. En un principio no supe si era hombre o mujer, vestía ropa holgada de montaña y el sombrero tampoco me permitía adivinar los rasgos de quien observaba la inmensidad que yo empezaba a descubrir a medida que me iba acercando.
Me encontraba ya a pocos pasos del absorto espectador y, temiendo causarle algún sobresalto, sin avanzar más le dirigí un buenos días no muy enérgico.
Ya más cerca, pude ver el perfil de un hombre de edad mediana; seguía quieto, sin hacer ademán alguno de responder a mi saludo. Dudé si acercarme a él o continuar mi camino, pero el panorama que se abría ante mis ojos me obligó a hacer una parada en aquel preciso lugar donde él se hallaba. Estaba entregado al espectáculo natural; y no me extrañó, a medida que avanzaba, con cierta reserva, se abría ante mis ojos la garganta más profunda que yo había conocido: altos picos y profundos valles, por donde serpenteaba un río azul, aparecieron en la lejanía ante mis asombrados ojos. Me sentí electrizada por la visión del abismo que ascendía ante mis ojos, y empecé a notar cierto temblor de piernas; deseaba asomarme, pero la prudencia o el miedo me disuadieron y fui retirándome poco a poco. Fue entonces cuando tuve la sensación de haber vivido esa escena: una persona de espaldas a mí, a pocos pasos de ella, frente a una inmensidad vertiginosa. 

Hola – saludé de nuevo-. Tardé en oír su voz que, al fin, dijo en italiano: non riesco muovermi; non riesco, non riesco. Supe entonces que aquel hombre estaba ante un ataque de acrofobia

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