Calendario de vida

Por José María Ruiz del Álamo


Resulta extraño ver cómo las fechas tienden a desordenarse en nuestros recuerdos. La mente racionaliza una historia y la narra sin plantearse duda alguna. Pero indiscutiblemente el calendario marca sus tiempos y cuando los datos hacen acto de presencia sobre la mesa convierten el elemento poético en un trance “bukowskiano”.

Hasta hace unos días hubiese jurado que mi encuentro con los cinestudios madrileños vino dado por cuestiones “intelectuales”. Años de instituto, cuando la profesora de francés propuso llevarnos al cine a ver Pauline en la playa. Concertada quedó la fecha, pero dos días antes fue a verla ella con los alumnos de COU y determinó que moralmente no convenía que viésemos tamaña promiscuidad. Lástima, porque hubiese sido la primera vez que asistiese al desaparecido cine Alphaville (hoy renombrado Golem); además la profesora no consiguió que el título pasase al olvido, al contrario, aquella prohibición estimuló el interés.

Transcurrieron unos meses y la obra de Eric Rohmer abandonó las salas de estreno; pasando al circuito de reposición de sesión continua, pero su propuesta de arte y ensayo no encajaba con la programación de los cines de barrio. Sin embargo sí tenía cabida en los florecientes cinestudios, como el Griffith, al que nos avocamos Laso, Cobo y un servidor para ver Le beau mariage y Pauline en la playa. Un pase en versión original subtitulada. Realizamos una actividad extraescolar al margen del profesorado. Así de estudiosos éramos.

Hace unos días, charlando con unos amigos sobre el mundo de los cinestudios, del bien que habían significado para la cinefilia, de sus increíbles maratones, de su cierre y de los programas mensuales de medio metro: “pues tengo un montón. Lo mismo los tiro”, “¡no digas insensateces!”, “¿los quieres?”… Para estas cosas del cine soy algo Diógenes. ¿Cómo renunciar a tamaño tesoro? (Bien cotizados están en las páginas de coleccionismo en internet). Naturalmente, el lucro no tenía cabida en mi pensamiento, constituía una razón de fuerza sentimental. Así mi colección tomó un impulso considerable.

Una mañana vine a ordenarlos confeccionando un calendario de vida cinematográfica. La historia del Griffith vivía ante mis ojos sobre la mesa del comedor: desde 1979 hasta 1987, desde los tiempos de la sala San Pol hasta el cine Alvi (desde cuando no tenía el placer de conocerle hasta su cierre)… Concluido este primer proceso pasé a deleitarme examinando detenidamente cada programa. Esos superfolios de películas atravesaban mis ojos. Me encontraba entusiasmado, conmovido. Pero la mirada se quedó petrificada cuando divisó el programa de noviembre de 1983. Cual testigo de cargo asomaba la verdad. La prueba era evidente.

Un lunes, durante la hora del recreo, Laso, Cobo y un servidor decidimos ir al Griffith a ver unas películas clasificadas “S”, es decir, para mayores de dieciocho años porque podían herir la sensibilidad del espectador. Siendo menores de edad no podíamos (debíamos) acceder a celuloide tan pecaminoso. Decidimos ir sí o sí. Por ello dejé de afeitarme durante aquella semana, y así el domingo tendría un aspecto de nutrido universitario con un calado intelectual nihilista, más socrático que platónico. Llegado el día, los tres camaradas formamos en la fila, dejando la responsabilidad de adquirir las entradas a Cobo porque aparentaba mayor edad. Y en silencio, con el rostro altivo, atravesamos la fortaleza. Rápidamente ocupamos asiento en el patio de butacas, era el momento de pasar inadvertidos.

Así comencé a estudiar cine viendo La bestia, de Wallerian Borowczyk, y El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima. Con estas dos películas me bauticé en tamaño territorio. A partir de aquel día se abría una nueva etapa a la hora de ver cine, de ir al cine.

Un nuevo calendario de vida se puso en marcha aquella jornada. Dos cintas en extremo románticas, con una mirada hacia el amor “fou”, donde lo masculino pierde su sino ante los encantos y la fuerza de la mujer. Mis horizontes cinematográficos se ensancharon al ritmo de la versión original subtitulada (¡qué acento tan sentido posee el japonés!). El hecho cultural se sobreentiende, máxime cuando vislumbramos cómo la naturaleza humana y animal brota desde nuestro yo más profundo.

No podía volver a casa con ese magnífico programa de medio metro propagando la ignominia que cometimos. Y si la fecha quedó en el olvido, no El imperio de los sentidos, película que, junto a Peter Pan y Johnny cogió su fusil, constituyen los pilares básicos de mi altar cinéfilo.

¡Cómo es la mente! Las películas de Rohmer las vi tiempo después (mucho tiempo después), sin embargo habían quedado grabadas como mi iniciación en el mundo de los cinestudios (¡qué fabulación!). El calendario de vida se ha impuesto: la leyenda sucumbe ante la realidad.

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