La habitación congelada

Escena de Rebeca (1940), de Alfred Hitchcock


Por Esperanza Goiri

Era una preadolescente impresionable cuando vi por primera vez Rebeca, película de Alfred Hitchcock basada en la novela homónima de Daphne du Maurier. Me impactó mucho. La imagen de Manderley en llamas es inolvidable. No obstante, a mí me sobrecogió especialmente la escena donde la señora Danvers, el ama de llaves, enseña a la segunda mujer de Max de Winter (personaje interpretado por Joan Fontaine) el cuarto de Rebeca, fallecida pero omnipresente. Casi en trance, la sirvienta muestra con devoción, como si estuviera en un santuario, las pertenencias personales de su idolatrada señora. Todo permanece en el mismo estado que lo dejó Rebeca, como si en cualquier momento pudiera aparecer por la puerta. Danvers, alimentando su obsesión, se encarga de ello con mimo y celo. Es un claro ejemplo de lo que denomino una "habitación congelada". Congelada y detenida en el tiempo y en el espacio.


Son esas estancias cuyos moradores, bien por fallecimiento o por desaparición, no las volverán a ocupar jamás. Sin embargo, quienes los han querido no se resignan a su ausencia. Se aferran a esas cuatro paredes y a su contenido, reliquias que veneran, acarician y contemplan día tras día. Su razón de existir consiste en mantener a esos testigos mudos que, como una enfermedad silenciosa y sin diagnosticar, van minando la salud y cordura de algunos de los supervivientes. Tal vez porque tengan miedo a olvidar el sonido de la risa, el aroma de la piel del ser querido, o en un vano intento de recuperar esos rasgos que el tiempo inmisericorde va borrando sin prisa pero sin pausa.

Todos los casos son tristes e inaceptables para quien tiene la desgracia de convertirse en una especie de "vigilante de museo" con una única sala que custodiar, sin público ni explicaciones técnicas que ofrecer. Pero es especialmente dramático, por ser una pérdida "contra natura", cuando es un hijo el "inquilino" de esa estancia petrificada desde un día y hora concretos. Pocas cosas hay tan desgarradoras como los cuartos infantiles decorados en tonos pastel, llenos de peluches y libros de cuentos que nadie va a volver a leer. Esas habitaciones juveniles, empapeladas de posters, con un flexo en la mesa de estudio que no va a iluminar más. Cuánto dolor concentrado en tan pocos metros cuadrados. Cuánto lo que pudo haber sido, que ya nunca será. ¿Qué hacer cuando nada ni nadie puede justificar lo inexplicable? No hay respuesta.


Por pura necesidad, es posible que en algún momento se activen los mecanismos de defensa y aunque no se supere, se aprenda a vivir con ello. Puede que la clave resida en llegar a ese punto en que las pertenencias de los añorados no produzcan dolor y consigan arrancar una sonrisa nostálgica, transportándonos a un tiempo compartido. Quizá algún resorte en la mente haga "clic" y el recuerdo pase de lo material a lo intangible, ahí donde no hacen falta objetos para evocar a los que amamos. Yo no he tenido una habitación, pero sí un "edificio congelado". Tras la muerte de mi madre, durante mucho tiempo he evitado pasar por el número 47 de la calle madrileña que fue mi hogar familiar. Era tal el cúmulo de sensaciones, sentimientos y vivencias concentrados en ese sitio concreto que me sentía incapaz de enfrentarme a ese lugar, aunque fuera de lejos. Hace unos meses un atasco inoportuno y las normas de circulación, me obligaron a transitar por delante del inmueble. No pude evitar que se me escaparan las lágrimas, pero de las buenas, de esas que liberan y reconfortan. Probablemente, en la próxima ocasión que contemple la casa me invada la melancolía y se agolpen los recuerdos, pero el tiempo y la ley de la vida ya han ejecutado su trabajo. Todo vuelve a estar a temperatura ambiente.

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