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Mano-Concha (1934), Dora Maar


Por Juana Celestino

Omnipresente día y noche, nos produce sensaciones tan opuestas como el placer o el dolor, y nuestra vida entera está entrelazada por doquier con las experiencias que nos proporciona. Es el tacto. ¿A quién no le gusta comer con los dedos? Pinzar con ellos un espárrago y comerlo de cabo a rabo, aprisionar un bocadillo, pelar unas gambas, rozar un merengue y chuparse el dedo… Y si además el placentero ritual culinario lo disfrutamos en la naturaleza, sentados en el suelo, en contacto con la tierra, la experiencia puede alcanzar el sumun, desplegándose todos los sentidos para nuestro deleite.

Me gusta toquetear las cosas, pero de muchas me tengo que abstener ante el cartel, presencial o no, de “no tocar”, como en los museos (excepto en el Tiflológico). Una escultura, que implica tanto al sentido del tacto como al de la vista, invita a ser acariciada; sin embargo, mantener una distancia prudente frente a una obra de arte es un gesto asumido por la mayoría. El arte como un ente alejado y puro que solo puede/debe “tocarse” con los ojos. Me resulta difícil superar la frustración que a veces estas necesarias normas de conservación me provocan. Contemplar, por ejemplo, una obra de Caravaggio y no poder tocarla es toda una prueba. Las figuras del pintor italiano sorprenden por su “carnosidad”, algunas parecen decir “tócame”; me acerco y miro con envidia a su incrédulo santo Tomás al que me gustaría emular, no para cerciorarme en cuestiones de fe religiosas, sino para comprobar que tanto él como sus compañeros de escena son personajes y no seres reales.

Por supuesto las manos no tienen el monopolio del tacto —caminar descalzo por una textura agradable es otro de los placeres que nos brinda—, de hecho, el tacto se extiende por todo el cuerpo, con mayor o menor sensibilidad. Sin embargo, está muy lejos del primer lugar del podio de los sentidos: la vista siempre se llevará la palma, seguida del oído; el tacto, más humilde, muchas veces tendrá que ponerse al servicio de los otros cuatro. Pero ninguno le gana en peso emocional (¿cuál de ellos podría competir con un beso o un abrazo?); además de ser primordial para la especie, ya que la procreación tiene mucho que ver con él. Es el sentido más íntimo, porque tocar es ser tocado: notamos lo externo a nosotros, al tiempo que la interioridad, al percibir el efecto de sus sensaciones —agradables o no— en nuestro propio cuerpo. Esto ya lo experimentamos desde la infancia, de hecho es el más potente de los sentidos cuando nacemos; él mismo nos recibe con un cachete en el culo que nos despabila, para compensarnos después con el beso materno que sella nuestra bienvenida al mundo. Pero con los años lo vamos ignorando, aunque es el más fiel de los sentidos pues, probablemente, será el último en abandonarnos.

Los niños toquetean más que los adultos, no solo porque necesitan obtener más información, sino también por el confort que este sentido les proporciona: véase el inseparable peluche.
En una caja de lata que conserva mi madre se guardan algunas reliquias de cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, allí se pueden encontrar objetos tan variados como: los dientes de leche que se nos fueron cayendo (que por entonces creímos en poder del Ratoncito Pérez), chupetes mordisqueados, diminutos pendientes, mis trenzas y las de mi hermana, gorritos, patucos… Entre todos ellos destaca una cinta roja de tela satinada con forma de flor, que en su día adornó una cesta de navidad. Al parecer, llamó tanto mi atención que a los dos años me apropié de ella y no la solté hasta bien cumplidos los cuatro. Durante el día podía dejarla olvidada en cualquier rincón, pero llegada la noche reclamaba a mis manos aquella textura densa y suave sin la cual ya no podía dormir. Al tocarla recientemente, ya deshilachada y deforme, cerré los ojos tratando de recordar las sensaciones que aquella niña experimentaría. Tarea inútil, claro. La infancia es un territorio impenetrable para los adultos. Al intentar reproducirla ya la miramos con otros ojos y la distorsionamos o inventamos con retazos de recuerdos que no pertenecen al niño que fuimos. Un lugar al que ya nunca podremos acceder ni tan siquiera transportados por los recuerdos tangibles.

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