Mentiras

Por Marisa Díez 


Pinocho. Ana María Méndez. www.ilustradorescolombianos.com


“Si dices la verdad no tendrás que acordarte de nada” (Mark Twain). 

Frases y sentencias sobre la mentira las hay a cientos, pero ésta, sin duda, es una de mis preferidas. Algunas personas demuestran una capacidad extraordinaria para interpretar un papel digno de los mejores actores, sin ocupar, ni de lejos, la nómina de tal profesión. Se me ocurren así, a bote pronto, bastantes ejemplos, con nombres y apellidos que todos conocemos. La mayoría forman parte, de una u otra manera, de eso que llamamos “la cosa pública” y nos representan en las instituciones haciendo de la mentira su verdadero leitmotiv. Pero que los políticos mientan lo consideramos algo poco menos que inherente a su propia condición. Hay otras mentiras infinitamente peores y que nos tragamos como sapos, que nos dejan un regusto de lo más amargo.


En el fondo, siempre he admirado a esa gente capaz de creerse sus propias farsas. Imaginan una realidad que solo existe para ellos y a partir de ahí, comienzan a fabular, incrementando cada vez un poco más su nivel de autoengaño. Son felices en su particular universo; podríamos decir que ni siquiera son tóxicas, porque no mienten para hacer daño ni para justificarse. Quizá parten de un resquicio de verdad, pero moldean ésta a su gusto y se imaginan un mundo fantástico del que están encantados de formar parte. Tengo un amigo, al que veo muy de tarde en tarde, que es un claro ejemplo de realidad paralela. Jamás he sido capaz de hacerle ningún reproche porque sé que tras su comportamiento no se esconde ni un resquicio de maldad. Él es así y punto. Además, me hace reír, lo que considero sobrada razón para no pedirle nada a cambio de escuchar, divertida, todos sus embustes.

Bastante más dañinos resultan los mentirosos compulsivos, aquellos que hacen del engaño su razón de ser. Mienten con tal descaro que te gustaría descubrirles una por una cada falacia que sueltan en tu propia cara. Pero como tienes claro que dispones de una condición humana muy superior a la suya, te callas, y ni te dignas a responder, sabiendo como sabes que estás por encima de todas sus historias y sus clases magistrales de enredos y ficción.

Luego están los que no saben mentir, entre los cuales, y no sin cierto resquemor, me cuento. Imagino mi propia mirada, incapaz de sostener la de mi interlocutor cuando estoy fabricando una trola, y se me cae el mundo encima. Me pongo nerviosa, balbuceo, me sonrojo, y entonces decido que es absolutamente imprescindible dar un paso atrás y reconocer mi error. Por eso no lo suelo hacer; no soy capaz de mentir ni siquiera en el currículum. Me pillan a la primera de cambio. Qué le voy a hacer. Soy así de transparente. Y que conste que esa torpeza para ocultar la verdad no es algo de lo que me sienta especialmente orgullosa.

Quizá por eso tengo cierta facilidad para descubrir cuándo me la están intentando jugar. No es tan complicado; se trata sólo de observar determinadas actitudes. A quien no está acostumbrado a mentir le delatan sus gestos. Un extraño rictus se apodera de su rostro y ese simple indicio te obliga a ponerte en guardia. Un par de preguntas bien hechas pueden dar al traste con todo su esfuerzo por fabricar una realidad paralela. Pero lo más conveniente en estos casos es seguir adelante y dar a cada historia la relevancia que se merece. Si son felices imaginando que te la han pegado, mejor para ellos. Tampoco yo soy nadie para desenmascararles y por eso les dejo vivir en su mundo de fantasía.

De cualquier forma, desde aquí me atrevo a reivindicar la mentira piadosa, esa que resulta mucho más digerible que la auténtica verdad. Aliñar una falsedad con un poco de imaginación y ciertas dosis de autenticidad puede convertirse en la mejor manera de salir del paso de una situación embarazosa. Confieso haberla utilizado en alguna ocasión cuando no me ha quedado otra alternativa. Porque mentir, lo que se dice mentir, tampoco es tan grave si trae como consecuencia la felicidad del que tienes enfrente. Y la verdad, como todo en esta vida, es un concepto muy relativo; es posible que la mía no tenga nada que ver con la de mi vecino. Ya lo dijo Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.

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