Caminar, un placer perdido

Por José María Ruiz del Álamo

Callejeando descubres paisajes urbanos. Entrada a la plaza Mayor de Madrid por la calle de la Sal.

Me declaro culpable. Soy el primero en asumir la condena. No pido clemencia. Bien merecido lo tengo, ya se sabe: “siempre tiene que hablar el que más debe callar”. Pero como uno está escribiendo.

Todo porque desde hace algún tiempo (mucho tiempo) he dejado de lado las caminatas. Parece que ya uno solo anda por obligación, y lo imprescindible. Hoy impera el sedentarismo. ¿Quién no ha visto cómo alguien se sube al autobús para bajarse en la siguiente parada? Ni siquiera nos permitimos recorrer a pie 500 metros. Recuerda, ¿qué itinerario has llevado a cabo ayer?


Echando cuentas, no serán más de dos kilómetros (si llegan) los que camino de un tirón, unos diez minutos. Mas en estos cortos trayectos he venido observando cómo se transforma la ciudad. Frente al asfalto aparecen escaparates que reflejan los tiempos en que vivimos. Las tiendas de todo a 100 han mudado a fruterías, se posicionan la decoración de uñas, los accesorios para móviles y los cartuchos de tinta para impresoras; brotan los salones de juego (apuestas deportivas) y destaca la expansión de las franquicias. Claro que el motor de estos cambios cabría atribuírselo, a mi modo de ver, a los gimnasios.

Estos locales, generalmente diseñados con enormes cristaleras, te permiten observar las evoluciones de quienes allí se congregan, formando un contacto simbiótico con las máquinas. Algo especial deben de tener estos aparatos para alumbrar mi fantasía, siendo las cintas andadoras las que en mayor medida llaman mi atención.

Barrunto que en dicho aparato la tecnología tendrá un valor decisivo: así te permitiría programar su velocidad, e irá dotado de un cuentapasos, así como un indicador de la distancia recorrida. Bueno sería estar conectado a un pulsómetro (es vital prevenir arritmias), y por supuesto no faltará un cronómetro que nos marque el tiempo transcurrido. ¿Y cuántas cosas más? Mal no lo veo, aunque tampoco me agrada (una contradicción desconcertante).

Frente a dicha maquinaria, el caminar se impone como una obligación. Nos hemos exigido apuntarnos a un gimnasio, lo cual conlleva pagar una cuota mensual. Ello implica volverse sedentario andando, a ningún sitio nos conducen los pasos. Al menos iremos a pie al gimnasio. Todo sea en beneficio de la salud, ahí van los 10.000 pasos diarios para fortalecer nuestro corazón. Pero someterse a este aparato supone perder la anarquía de transitar, el espíritu libertario de escoger una ruta. Nos “vinculamos” a un artilugio frente al hecho natural.

Cuando era joven (un niño) me divertía ir por distintos derroteros para llegar a un mismo destino, contaría unos diez para cubrir el trayecto de mi casa a la vivienda de mis abuelos. Prefiero andar por calles estrechas, me agobian las avenidas, no digamos ya las aglomeraciones. Siempre tenía una meta marcada. Las más de las veces, un horario prefijado.

Hoy me gustaría salir de casa y callejear dando autonomía a los pies para que elijan la senda, y esperar que cualquier sorpresa me asalte. Quizá pasear hoy por la ciudad se haya vuelto un acto revolucionario, porque caminando no consumimos y nos regala un tiempo para el pensamiento. Pasear hoy por las calles puede liberarnos de las prisas.

¡Vaya utopía! ¡Qué fácil resulta predicar! Pero no, me comprometo a dar trigo, y en este mes de junio, donde el tiempo acompaña, espero volver a deambular a un ritmo vivo (aunque ya pasaron los años de la niñez donde jugaba a que nadie me adelantase). Una hora de caminata por las calles de Madrid, perdiéndome, a ver qué encuentro al paso.



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