Asfixia


 
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Por Juana Celestino


Fue un encuentro casual. Alguien pronunció mi nombre, y al volverme vi una cara que dejó mi mente en suspenso durante unos segundos; solo después de identificarse, la reconocí. El cambio experimentado desde la última vez que nos vimos era notable. Había dejado crecer su pelo por debajo de los hombros, vestía con elegancia convencional y algunos kilos más redondeaban su cara y su cuerpo, alterando en conjunto aquel aspecto andrógino y casual que yo recordaba. Desde hacía más de un año nos habíamos perdido la pista. No recordaba cuál de las dos ignoró primero a la otra hasta dejar caer en el olvido una relación que, si bien no fue muy estrecha, sí marcó cierta sintonía personal durante los meses que trabajamos en aquel proyecto. Seguimos en contacto, sin que mediara ya el vínculo laboral, compartiendo aficiones que teníamos en común, y también le presenté amigos con los que llegó a tener algún escarceo amoroso. Vivía las relaciones sentimentales en campo abierto, una especie de monogamia en serie con parejas que se sucedían sin esperar que ninguna de ellas durase, pero siempre involucrada, con afecto de por medio.
Simplemente no se ajustaba al molde tradicional de exclusividad, algo que yo también compartía (y aún sostengo), aunque me iba bien con la pareja que tenía desde hacía algunos años en lo que yo llamo “régimen externo”: juntos, pero cada uno en su casa. Ambas nos sentíamos a salvo de esos vínculos que pueden llegar a sujetar a algunas parejas durante años, décadas, descuidándose hasta llegar a esa tristeza que provoca el hastío, o incluso haciéndose daño, pero así y todo dando la unión por sentada. A partir de aquel día conocería otro tipo de relación que yo también rehuiría y que ella, con su fluida trayectoria amorosa, sorprendentemente había abrazado como una nueva fe. “Después de besar varias ranas apareció mi príncipe azul”, dijo. Con entusiasmo proclamó haber encontrado al amor de su vida, incluso lo había rubricado casándose con él hacía unos meses. Mi enhorabuena no se hizo esperar y me alegré de veras por ella. Quería presentármelo. “Una comida en mi casa”, propuso palmeando alegremente. El encuentro me dejó buen cuerpo, siempre es agradable tropezar con alguien que se siente contento con su vida.


La invitación llegó a los pocos días y asistí, a petición suya, con mi pareja a la que ella conocía de aquel tiempo. Para alguien como yo, poco dada a virguerías culinarias, es de agradecer el tiempo y el esmero que otros ponen en agasajarle con estos menesteres, y ese día paladeamos exquisitos y elaborados platos, que también me deslumbraron por su presentación. Sin embargo, debo confesar que la experiencia resultó un tanto cargante. Más que un encuentro social o comida entre amigos, en aquella mesa tuve la sensación de asistir a un curso de dietética. Al tiempo que ella nos servía las viandas con dedicación, iba enumerando sus diferentes propiedades nutritivas, y él redondeaba el momento informándonos del beneficioso efecto que cada una ejercía en nuestro organismo. Y si con eso no bastara, se extendieron sobre la necesidad de una serie de complementos alimenticios “fundamentales”, que ambos tomaban, y que me llevó a preguntarme por qué milagro seguía aún viva si mi cuerpo no había catado nada de aquello.

“Nosotros” fue la palabra más repetida entre ellos, ya se refiriera a gustos gastronómicos, libros, películas, música o pasatiempos. “Nosotros nos acostamos temprano”; “nosotros no somos muy amigos de la sal”; “a nosotros nos gusta escuchar música relajante al atardecer”; “nosotros iremos a votar a primera hora”… No recuerdo que ninguno se dirigiera al otro por su nombre. En cualquier tema de conversación la opinión de uno era inmediatamente completada en la misma línea por el otro, de tal modo que te obligaba a mirarlos como quien sigue un partido de tenis.

Mientras tomábamos el café le comenté a ella la actuación en Madrid de un grupo de jazz, que sabía le gustaba, y propuse ir juntas; declinó la invitación, no podría disfrutar del espectáculo porque a él le aburría esa clase de música y no la acompañaría, dijo mirándole con una sonrisa indulgente. Tampoco se les ocurriría viajar o correrse una juerga por libre. Lo compartían “todo, todo”, expresaron con rotundidad, incluso las contraseñas de sus accesos online. Se me pasó por la cabeza bromear y preguntarles si no tendrían otras cuentas paralelas, pero lo deseché de inmediato ante el temor de ofenderles; la posibilidad de contar con un reducto íntimo e impenetrable era inconcebible. Empezaban a darme miedo, eran como una secta en miniatura. Sentí que me faltaba aire. Entonces llegó el momento en el que mi amigo y yo emitimos al unísono ese “bueno…”, que pone fin a las visitas, una sincronía que les hizo reír, pero a nosotros nos provocó una mirada de sobresalto ante el temor de haber sido captados.

He recordado este episodio mientras leía la novela de Pedro Mairal La uruguaya, cuando en un párrafo dice: “Me tranquilizaba sentir que había una parte de mi cerebro que no compartía con ella… Me aterra esa cosa siamesa de algunas parejas: opinan lo mismo, comen lo mismo, se emborrachan a la par, como si compartieran el torrente sanguíneo. ¿Qué monstruo bicéfalo se va creando así?”.

El monstruo bicéfalo nos acompañó cortésmente hasta la calle, despidiéndose con un expresivo “nos encantaría volver a veros”. Caminamos despacio y en silencio mientras nos alejábamos. Cuando doblamos la esquina nos miramos, respiramos hondo y echamos a correr.




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