Por Marisa Díez
Pertenezco a ese grupo de mujeres que, por diversas circunstancias, no ha tenido hijos. Desconozco las cifras exactas, pero imagino que la estadística marcará un tanto por ciento inferior al veinte para encuadrar a quienes, como yo, no han contribuido a elevar la exigua natalidad de nuestro país. Y es que, cuando mi reloj biológico comenzó a despertar, era incapaz de encontrar el momento apropiado. O no tenía pareja, o, cuando la tuve, carecía de trabajo estable, pero al conseguirlo, mi horario laboral era incompatible con la maternidad. Años más tarde, aparecieron una serie de problemas añadidos, que no vienen al caso, y que dificultaron de manera extraordinaria mi deseo de traer una niña –única y exclusivamente–al mundo.
Así que, resumiendo, me resigné al poder de la sabia naturaleza. Y como ésta se empeñó en negarme la criatura, a no ser que resolviese someterme a agotadores tratamientos médicos, eternos y poco fiables, a los que renuncié desde el principio, un día asumí que, en lo que a mí respecta, mi especie no se perpetuaría. Pero a cambio, soy tía, que ya supongo que no es lo mismo, pero estoy segura de que en ocasiones resulta incluso más gratificante.
Tengo siete sobrinos de los que disfrutar, cinco de los llamados “carnales” y dos “prestados”, apelativo este último que un día mi sobrino Javi utilizó para denominar la relación que me unía a ellos. Javi tiene quince años y habla poco, pero cuando habla, sentencia. A pesar de todo sé que me quiere, aunque nunca lo admitirá y seguirá refiriéndose a mí como su tía “prestada”. Su hermana Alejandra es, además de mi ahijada, mi compinche, y nos llevamos fenomenal. Compartimos secretos inconfesables de los que nadie se entera, por más que su madre intente cotillear sin conseguir resultado alguno. Son nuestros y punto.
A mis cinco sobrinos restantes incluso podría añadir a Sandra, hija de mi cuñado, a la que conozco desde niña y, además, me ha convertido hace poco en tía abuela postiza, un calificativo que todavía estoy tratando de digerir.
Fui tía con sólo quince años, cuando vino al mundo Pablo. Vivió en casa de mis padres durante dos años y medio, por lo que jugamos con él hasta la extenuación y fue el primer varón que llegó para ocupar su sitio en un hogar repleto de mujeres. Por eso fue siempre, con permiso de los demás, el preferido de su abuelo. Al nacer Raquel, la segunda de la lista, yo tenía claro que quería una niña. No sé por qué esa fijación con el género femenino; será que siempre me ha ofrecido mucha más confianza. Resultó un bebé precioso, de grandes ojos azules herencia de mi padre, al que adoraba, y del que nunca quería separarse. La llegada de Diego, su hermano, fue aplaudida por toda la familia, ilusionada no sólo por haber logrado la parejita, sino porque desde niño demostró ese carácter afable que nunca ha abandonado. Puedo asegurar que jamás, en sus treinta años de vida, he conseguido verle enfadado.
Pasaron unos añitos hasta que nació Irene, antes de lo previsto y mediante cesárea, circunstancia que hace poco ella ha aprovechado para reprochar a su madre, sin ninguna base científica, ser la causante de sus alergias. Con ella también he tenido siempre una química especial, y por eso a veces afirma, sin rubor alguno, ser mi preferida, algo que yo niego de forma tajante, porque si de verdad tuviera alguna predilección, que no es el caso, jamás lo declararía. El último de la lista es Mario, que también es mi ahijado y al que tuve la suerte de cuidar unos meses siendo bebé, por lo que disfruté del honor de escuchar su primera palabra, a saber, “ampa”, cuyo significado, claro y conciso, señalado con el dedo para que no existieran dudas, era “lámpara”.
Alguien me dijo hace poco que ser tía no es, ni de lejos, comparable al sentimiento que provoca ser madre. Y hasta es probable que sea cierto. Pero a cambio dispongo de un caudal inmenso de afecto para repartir, a partes iguales, entre todos mis sobrinos, cariño que me es devuelto sin contrapartidas y del que disfruto cada día con inmenso placer. Definitivamente, soy una mujer afortunada.
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