Memoria de papel



 
Imagen de Frantzou Fleurine



Por Esperanza Goiri

Un hombre de unos 70 años, alto y delgado, vestido con una gabardina beige que ha conocido tiempos mejores, moteada por algún que otro lamparón, se dirige con paso lento e inseguro por una calle de Madrid. Su pelo blanco y abundante, algo descuidado, va cubierto por un sombrero Fedora de color marrón con el ala un poco vencida. Cada cierto tiempo se para y mira a su alrededor, en todas direcciones. Tras las verificaciones, continua su camino. Toda su imagen destila un aire decadente no exento de dignidad.

Lleva en su mano derecha una bolsa de plástico verde por la que asoman una barra de pan y un cartón de leche, en la otra sostiene un sobre blanco al que se aferra con fuerza. Una leve sonrisa de alivio aparece en su rostro cuando identifica en la esquina de la calle el buzón de correos con su inconfundible color amarillo. Se apresura e introduce la carta con determinación, luego dedica una caricia breve, casi imperceptible, a la ranura que se ha tragado la misiva. Todo su cuerpo se relaja e inicia el camino de regreso más erguido y seguro.

Delante de su portal, abre la puerta tras haber examinado con detenimiento las llaves y fijarse con atención en las etiquetas que las identifican. Una vez dentro, se dirige a los buzones y, tras muchas comprobaciones de los nombres y de la llave correcta, consigue abrir su cajetín y extrae la correspondencia. Susurra el nombre, apellidos, dirección y remite.

En casa, sentado frente a una antigua y desvencijada mesa de despacho, abre el único sobre que ha recogido y despliega una hoja de papel muy gastada. La estira con mimo y cuidado mientras lee en voz alta con calma y pronunciando con claridad cada palabra: “Llamar al 112 y decir: Me llamo Mateo Alberdi Vega, tengo 77 años, nací en Madrid, soy viudo y no tengo hijos. Vivo en la calle Granada 26, en el segundo derecha. Estoy solo y necesito ayuda porque ya no recuerdo quién soy”.

Tras acabar la lectura, vuelve a doblar el papel y lo mete en otro sobre, ya franqueado con su correspondiente dirección y remite, que coge de uno de los montones perfectamente apilados que cubren casi toda la superficie de la mesa. Lo cierra, se dirige al recibidor y lo guarda en uno de los bolsillos de la arrugada gabardina que cuelga del perchero. Mañana, como viene haciendo desde hace un año, repetirá su paseo hasta el buzón. Mateo sonríe, triste pero confortado, mientras musita para sí mismo: “Todavía no, todavia no… Mi memoria de papel puede esperar otro día más”.

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