En modo avión



Imagen de Andrea Vicenzo

 Por Esperanza Goiri

A los diecisiete años viajé por primera vez en avión, a Grecia y Bulgaria, con mis compañeros de COU. Varios miembros de mi familia sentían pánico hacia este medio de transporte, pero la experiencia me encantó. Desde entonces, siempre que se presenta la ocasión y las circunstancias lo permiten, he vuelto a volar, por lo que me espera al llegar a destino y por el vuelo en sí mismo.

Es cierto que el avión implica, para el viajero, una serie de servidumbres engorrosas que solo cabe aceptar con resignación por motivos de seguridad. Dicho esto, algunas compañías aéreas podrían mejorar notablemente el trato hacia sus clientes, por que a veces nos sentimos trasladados como ganado, sin ningún miramiento, de un lugar a otro.


Pero una vez cumplimentados todos los trámites, con el cinturón de seguridad ceñido y rumbo al cielo, comienza lo bueno. Procuro asegurarme un asiento con ventanilla para disfrutar del espectáculo. El móvil está obligatoriamente en modo avión, lo que permite aislarse del exterior y que mientras dure el trayecto no haya mensajes, llamadas, ni WhatsApp que perturben tu tranquilidad. Flotando, literal y metafóricamente, entre nubes, tienes oportunidad de reflexionar y tomar distancia de lo que has dejado abajo. Te embarga la sensación de que los problemas se empequeñecen cuanto mayor es la altura y eres consciente de tu propia insignificancia, ahí suspendida, dentro de un artefacto metálico que planea desafiando las leyes más elementales de la física. 
Mucha gente cuando tiene problemas piensa que poniendo tierra de por medio, estos desaparecen. No lo comparto. Los conflictos te acompañan y van contigo allá donde estés. Los puedes ignorar, camuflar o edulcorar; pero tenaces, esperan agazapados, aguardando su oportunidad para reaparecer inesperadamente. El alejamiento sí permite relativizar la cuestión que te preocupa y contemplar perspectivas y opciones que, inmersa en el meollo del asunto, no eres capaz de ver. Por eso, cuando tengo en la cabeza “grumos mentales“, expresión que me he apropiado del filósofo Emilio Lledó, ante la imposibilidad de volar todo lo que me gustaría, pongo en casa el móvil en modo avión, me sirvo una copa de vino (infinitamente mejor que el ofrecido por la compañía aérea, al menos el que dan en las que me puedo permitir pagar), miro por la ventana el firmamento madrileño y recapacito mientras espero que se disuelvan los grumos lentamente. Sí, ya sé que no es lo mismo, pero si el grupo Mecano se montó Hawái y Bombay, que son dos paraísos, en su piso, yo, más modesta, me conformo con subirme de vez en cuando en mi particular Airbus casero y tomar distancia volando.

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