Los trastos del querer


"Trastos"


 Por Esperanza Goiri

El diccionario de la RAE define el trastero como “pieza o desván que está destinado a guardar los trastos que no se usan”. La pregunta que surge a continuación es: ¿qué es un trasto? El eficiente glosario nos la responde: “cosa inútil, estropeada, vieja o que estorba.”

¡Acabáramos! Despejadas todas las dudas, a más de uno se le ha encendido la bombilla y surgen miles de incógnitas. La más inmediata: ¿realmente sirven para algo los trasteros? Si nos están diciendo que valen para guardar porquerías, ¿acaso parte de la población padece un síndrome de Diógenes no diagnosticado? ¿Por qué es cada vez más boyante el negocio de venta y alquiler de trasteros? No tengo respuestas, pero lo cierto es que nadie le hace ascos a ese refugio de cachivaches y bártulos varios.


Desde que dejé mi domicilio paterno he ocupado diferentes viviendas y, para mi suerte o desgracia, todas disponían de trastero. Siempre se me ha vendido como un plus disponer de ese espacio extra, y su posesión ha suscitado alguna que otra envidia a mi alrededor.

Mi marido y yo nos juramos que en el actual y, confío, definitivo trastero, no nos iba a pasar como en los anteriores que acabaron convirtiéndose en un reino de anarquía y caos. Éste sería un sitio ejemplar, bien distribuido, una prolongación inteligentemente aprovechada de nuestro piso. A tal efecto se calculó al milímetro; se pusieron baldas de diferentes tamaños hasta el techo, un perchero para colgar la ropa fuera de temporada… Vamos, un primor.

La última vez que entraron los amigos de lo ajeno a robar en los desvanes, fuimos de los pocos en la comunidad que nos libramos de sufrir alguna pérdida. ¿Cuestión de suerte? ¿Tuvieron que salir por patas sin acabar la faena? ¿Era mejor nuestra cerradura de seguridad? No, nada eso. Cuando los cacos abrieron la puerta del trastero número cuatro se enfrentaron a algo peor que a las murallas de Jericó, que a los cancerberos más feroces… Literalmente no se podía acceder por la pila de cajas, bolsas y utensilios, colocados en peligroso equilibrio, que impedían ir más allá de la entrada. Debieron pensar que no merecía la pena ni compensaba mover todo aquello. Nuestro desorden nos sirvió de escudo. Aunque mi “costilla”, sentenció con solemnidad: “Si se hubieran llevado todo nos habrían hecho un favor”.

Este episodio, muy revelador, me decidió a tomar cartas en el asunto y acometer lo que había estado demorando por pereza: arreglar definitivamente el trastero. Dispuesta a todo, adquirí un best seller de una autora japonesa que imparte seminarios sobre katazuke (arte de ordenar y limpiar). Su método, denominado Konmari, garantiza que en un solo día tu espacio quedará acondicionado para siempre. Establece una correlación entre el equilibrio de tu entorno y el de tu mundo interior. La conclusión es que si te organizas mejor y reajustas tu vida a través del orden externo, nunca más te invadirá el caos.

Lo leí y tomé buena nota. No tenía que dejarme llevar por la nostalgia ni por la pulsión de conservar, sólo debía quedarme con lo que realmente amase y me hiciera feliz. Se exigían dos acciones: tirar y decidir dónde y cómo guardar lo que quisiera mantener. A priori no parecía difícil y el premio era muy tentador: armonía existencial.

Pensaréis: ¡Quiero ese libro, pero ya mismo! Ay, ingenuos… He dicho que parecía fácil no que realmente lo fuera. El día “X” desembarqué en mi trastero con cajas, trapos, bolsas de basura y hasta una libreta para hacer listas y croquis de organización. El proceso iba como la seda. Embalajes, envases, ropa en desuso, macetas viejas, cestos desfondados, juguetes estropeados, radiografías y vetustos estudios médicos, carpetas y apuntes de tiempos mozos, objetos variopintos regalados con más cariño que acierto. La mañana pasó en un pispás y me congratulé del método. ¡Funcionaba! Tras un merecido descanso para comer, regresé a la tarea con ánimos renovados. A esas alturas ya me movía por el trastero como pez en el agua. Volvía a ser un espacio transitable y despejado.

La jornada empezó a torcerse al abrir una maleta. Allí aparecieron diminutos y lustrosos zapatitos de mi hijo, capotas, jerseys, pantaloncillos y mantas esponjosas que conservaban aún el olor de la colonia Petit Cherie. Y fue a peor, al emerger debajo de papel de seda, Josetxu, el muñeco que consiguió enmudecerme de la impresión a los cinco años, cuando me lo encontré al lado de mi zapato, una mañana de Reyes. Era igual de alto que yo y parecía un niño de verdad. Fue mi compañero y confidente muchos años y lo rescaté de casa de mis padres pensando en mi hijo, que cuando lo vio se asustó muchísimo y no quiso saber nada de él. Así que el pobre se quedó durmiendo el sueño de los justos en una balda.

A lo largo de la tarde mi estado de ánimo fue decayendo ante viejas fotos en blanco y negro que salvé cuando mi madre nos dejó; no sabía quiénes eran algunas de las personas retratadas, pero sin duda familiares o amigos de mis padres que yo no llegué a conocer; un vestido de fiesta de mi madre, precioso pero demodé; mi traje y zapatos de novia, cuadernos llenos de palotes y dibujos de muñecos dotados de manos como balones de reglamento, la maltrecha caja de pinturas al óleo de mi padre, calificaciones infantiles, tres tomos encuadernados de la revista La Luna, recordatorio inequívoco de los electrizantes años 80, un moisés, cobijo del ejemplar que ahora es todo brazos y piernas…

Sí, reconozco sin rubor que a esas alturas ya estaba llena de nostalgia y con sentimientos encontrados. Mi parte racional me decía que todos esos objetos carecían ya de utilidad, que no tenía sentido conservarlos. Pero las emociones son ingobernables. Si bien esas pertenencias sólo ocupan espacio, me reconforta saber que están ahí, que puedo volver a tocarlas, olerlas y sobre todo, sumergirme en los recuerdos y sensaciones que me provocan. Y contra eso, no hay método japonés que valga.

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