Cines de barrio, sesión continua


Por José María Ruiz


Fotograma de la película Los 400 golpes de François Truffaut

De pan y chocolate dibujo el recuerdo, no encuentro un chupete en mis labios. De Peter Pan fue el primer vuelo sobre la butaca de un cine. Apáguese la luz, enciéndase el arcoíris al ritmo del proyector (corazón a 24 fotogramas por segundo). Plano a plano viajo de escena en escena y, aunque atado a la sombra quedo, levito a ras de suelo, de imaginación se teje mi abrigo al abrigo del cine.

Perdonad si conjugo mi alegría en tono melancólico, y aunque la semántica me deje tirado, feliz rememoro ese Madrid mío de cines de barrio. A siete pesetas se abrían los cielos, palacios de las pipas, más de uno; fila de los mancos, más de dos… Nunca fui de palomitas, ya lo sabréis; sí, de pan y chocolate. También de regaliz, siempre de sesión continua. Aroma de ozonopino.

Tendría dos años cuando mis padres me llevaron por primera vez a tan descomunal escenario, y cuando el telón se abrió y la gigantesca pantalla tomó vida quedé fascinado, un hipnotismo hacia el silencio que se complementó con un trozo de pan y una tableta de chocolate. Tarde de merienda en el cine. Así lo visualizo.

Amamantado quedé al compás de su mecedora, primavera de mis sueños, dibujo de una puesta de sol, beso acariciador. Donde, sin reloj, se perdían las horas en el technicolor de los cines de barrio. Transcurría mi vida en Madrid, de la calle Bravo Murillo, de Plaza de Castilla a Cuatro Caminos. No olvido, recuerdo. Las puertas de la ilusión se abrían ante las palabras “tolerada para todos los públicos”.

Cines de barrio de precio reducido, sesión continua, programa doble y NO-DO (Noticiarios y Documentos). Bien diviso sus nombres, bien conozco aquellos títulos… Cine Chamartín, El Cristo del océano; cine Murillo, La conquista del Oeste; cine Savoy (a un paso de Bravo Murillo, en la calle Marqués de Viana), Los vikingos; cine Tetuán, La llamaban la madrina; cine Carolina, Mi nombre es Ninguno; cine Lido, La guerra de las galaxias; cine Europa, La batalla de los simios gigantes; cine Cristal, Granujas a todo ritmo; cine Condado (antes Montija), Piraña, y cine Metropolitano (junto a la glorieta de Cuatro Caminos, avenida Reina Victoria), Ben-Hur… Ya sabréis, quienes habéis caminado por este barrio de Madrid, que me he saltado el cine Versalles, quizá porque su política era la de reestreno, y solo se proyectaba una película y encima resultaba más caro, aunque allí vi Los hermanos Marx en el Oeste. He aquí todos los cines de mi niñez, los cines de mi barrio.

A la salida del colegio me plantaba junto a las cristaleras de los cines para ver aquellos carteles de las películas, con una docena de fotos componía un argumento y fabulaba sobre la ficción. Quedaba esperando el fin de semana para contemplar el movimiento de aquellas fotos fijas.

Era un niño de películas toleradas para todos los públicos. No, no, que Trapecio era para mayores de 14 años y menores acompañados, y ahí embarqué a mis padres. No, no, que La invasión de los ultracuerpos era para mayores de 14 años, y ahí sí me colé luciendo incipiente pelusilla, atisbo de barba. Es verdad, el Estado tenía clasificaciones que me prohibían ir al cine, véase “mayores de 16 años” y “mayores de 18 años”. Laxa puntuación, determinó la Iglesia, y por ello vino a aplicar su propio baremo: 1, todos, incluso niños; 2, jóvenes; 3, mayores; 3R, mayores con reparos, y 4, gravemente peligrosa.

Buenas broncas me llevé aquellos días que osaba repetir película, pero, decidme, cómo no sucumbir ante El halcón y la flecha, un NO-DO y Tedeum. Naturalmente, se veía otra vez El halcón y la flecha. Es lo que tiene la sesión continua, te pierdes en la iluminada oscuridad y llegas a casa a horas intempestivas. Nada bueno para un niño de once años.

Niño que deseaba crecer para ver todas las películas, hasta esas para mayores de 18 años. Ya se sabe, cuando te prohíben algo tienes la tentación. Y la gran tentación se vislumbraba ante el 3R: Edwige Fenech quedó consagrada como mito carnal.

Cines de barrio a los que acudíamos en pandilla. A 13, a 20 pesetas, y, años después, a 75, a 100 pesetas, te daba la bienvenida ese programa doble de sesión continua. La efervescencia despertaba. La chiquillería buscaba pagar lo menos posible, de ahí que se acomodase en el entresuelo, y la altura daba una grandiosa perspectiva. Tinieblas se abatieron, uno a uno cerraron aquellos cines, y esa filosofía de ver cine desapareció, no el sentimiento, que perdura. Espacios de sueños, si vas a buscarlos hoy, encontrarás un bingo, un bloque de viviendas, un gimnasio, una tienda de ropa o un Lidl. Ahí está el recuerdo, quedan las películas (continuará…).

2 comentarios:

  1. Hola Jose María. Soy compañero Photosista tuyo y me deleito leyendo esta crítica en la que, como tú, me acuerdo de los cines aquellos de barrio.
    Sobre todo me acuerdo de los de sesión contínua y de los que costaban 200 pesetas en sesión matinal o reducida. Más atrás quizá no llego, como tú, al cine de 13 pesetas.
    Si me acuerdo del Lido de antes, cómo no, aquél en el que descubrí Abyss de Cameron en el 89, por ejemplo, o alguna que otra de Van Damme. Qué recuerdos!!!

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  2. Sí, compañero Bernardo, uno también se acuerda de algún pase matutino, como fue aquella ocasión en el cine Europa viendo "El mayor espectáculo del mundo".
    Gracias por tu comentario, y larga vida al cine.

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