Covadonga Caunedo. Biografía novelada

Por Esperanza Goiri




Y de nuevo volvió a sentirse sola
ante su eterna antagonista: la vida

(Virginia Wolf)  


                             




Covadonga no se reconoce en la imagen que le devuelve el gran espejo de pie manchado de azogue. Observa sin pestañear el reflejo de esa muchacha espigada de gesto serio y labios apretados. Su mirada en sentido ascendente va recorriendo los zapatos negros de piel que comprimen sus pies, el vestido, el delantal blanco y almidonado lleno de puntillas, las voluminosas sayas… Levanta con gesto torpe el bajo del vestido y admira las medias de cristal que cubren sus torneadas piernas. Deja caer el tejido  y dirige sus manos hacia la cabeza, sus cabellos castaños de reflejos cobrizos
están recogidos en un tirante moño adornado con un cubremoños que se mantiene en su sitio sujeto por unas preciosas agujas de plata. Se ve distinta, diferente… No sabe si se gusta o no. Le agobian esas prendas voluminosas y almidonadas, que emiten un sonoro “frufrú” cada vez que se mueve. 

Sus manos, en un gesto inconsciente, se posan en su vientre y apenas se demoran para desplazarse rápidamente hacia sus pechos firmes, llenos, voluptuosos… Sólo en ese momento su rostro, frío e inexpresivo, se transforma en una mueca de dolor  y tristeza. Unos sonoros pasos se oyen aproximándose por el pasillo. Covadonga se estira con nerviosismo los pliegues de su ropa y adopta una expresión neutra. Se vuelve hacia la puerta justo en el momento en que ésta se abre con brusquedad. Una mujer joven, en avanzado estado de gestación, y otra de mediana edad y expresión adusta entran en la habitación. Las dos observan apreciativamente a Covadonga que, incómoda, baja la mirada.
- Date una vuelta y levanta la vista que no te vamos a comer -le ordena la mayor, con voz autoritaria.
Covadonga obedece y va girando con lentitud hasta quedar de nuevo frente a las dos mujeres, a las que mira con firmeza y un punto de desafío.
  • Y bien, ¿qué le dije? -inquiere la más joven con satisfacción.
  • Umm… no está mal -responde la mayor, pero en mi opinión…
  • ¿Que no está mal? ¿Es todo lo que se le ocurre decir? ¡Es magnífica! No veo el momento de que empuje el cochecito por todo el Paseo de la Castellana. Voy a ser la envidia y la comidilla de todas mis amigas.
  • Te recuerdo, Ángela, que el aspecto no es lo más importante a la hora de contratar a una nodriza…
  • ¡Ay, Concha, por Dios! El médico ha dicho que está sana, la leche es de buena calidad y el padre Román nos ha confirmado que es de toda confianza… ¿Qué más quiere usted? Le recuerdo que, si bien valoro mucho su consejo, en este asunto Alfonso me ha dado carta blanca y la decisión es mía.
  • Sí. Ha quedado muy claro. Espero que no tengamos que arrepentirnos.
  • Estoy convencida de que no será así, ¿verdad, Covadonga? ¿A qué vas a cuidar de maravilla a mi pequeño?
  • Sí, señora.
  • Si haces bien tu trabajo cumpliré la tradición. ¿Cómo era el refrán?, déjame pensar… ¡Ya me acuerdo!: Cuando el niño eche un diente al ama unos pendientes.
  • La señora no tiene que regalarme nada, haré mis tareas lo mejor que pueda porque es mi obligación  -responde azorada Covadonga.
  • ¡Además de guapa, modesta! Pues no hay más que hablar… ¡Uff, qué dolor! -Exclama Ángela llevándose las manos al abultado vientre-, me parece que vas a empezar tu trabajo antes de lo previsto.
  • Venga, tienes que descansar, te acompaño a tu habitación y te acuestas un rato. -La mujer mayor se acerca solícita a la más joven cogiéndola del brazo. Antes de salir de la habitación dirige una mirada reprobatoria a Covadonga mientras le ordena con voz áspera:
- ¡Cámbiate y ponte el vestido de diario! En la cocina Marcela te explicará tus labores hasta que el niño nazca. Ángela es muy blanda, pero a mí no se me escapa nada. A la menor queja sobre tu comportamiento te mando de nuevo para la aldea. ¿Ha quedado claro?

México D.F. , 1948
El timbre de la cancela del jardín saca a Covadonga de sus pensamientos. No cabe duda de que se está haciendo vieja; cada vez con más frecuencia vienen a su cabeza recuerdos de su pasado, como esta escena que permanece nítida en su mente como si se hubiera producido ayer. Igual es porque en ese momento quedó marcado su destino. No, no te engañes Cova -se recrimina a sí misma-, tu destino se trazó antes y como en todos los momentos importantes de tu vida alguien decidió por ti sin dejarte mucho margen de maniobra. Tu única elección fue no ser una víctima, a pesar de todo. 
Unos arañazos en la puerta de su habitación y unas sofocadas risas le anuncian la presencia de Estrella, su nieta de seis años, y de Chido, su cachorro. Con una sonrisa Covadonga se presta con gusto al ritual de todas las tardes cuando la niña vuelve del colegio.
  • ¿Quién anda ahí? -pregunta Covadonga engolando la voz.
  • ¡Soy yo! -Exclama una aguda voz infantil con acento mexicano.
  • ¿Y quién es yo?
  • Estrella…
  • No he oído bien, ¿quién dices que eres?
  • ¡Estrella, abuela! –responde la niña gritando con impaciencia.
  • ¡Ah, Estrellita! ¿No serás tú la que araña la puerta?
  • ¡Nooo…!  Es Chido.
  • ¿Chido? No tengo ningún nieto que se llame así…
  • ¡Ay, abue… es mi perro, ya lo sabes! Queremos pasar, ¿podemos?
  • ¿Me aseguras que ese sinvergüenza no va a morderme las zapatillas? -Covadonga escucha cómo la niña alecciona al perro detrás de la puerta.
  • Sí, te lo prometo. ¿Podemos entrar ya, por fa?
  • Está bien, podéis pasar.
La puerta se abre con ímpetu y deja paso a una niña menuda, de abundante y negro cabello peinado en dos gruesas trenzas y con unos impresionantes ojos azules que contrastan con el tono dorado de su piel; corriendo y jadeando entre sus pies un cachorrillo de raza indefinida, grandes orejas y color canela se dirige como una flecha a olisquear las zapatillas de Covadonga.
  • Hola, abuela, ¿por qué todos los días me preguntas lo mismo si ya sabes que somos nosotros? -inquiere la niña con tono quejumbroso mientras estampa un sonoro beso en la frente de Covadonga y se sienta en su regazo.
  • Ya soy vieja y se me olvidan las cosas. Tengo que comprobar todo.
  • ¡Tú no eres vieja! Sólo lo preguntas para hacernos rabiar, ¿a que sí, Chido?- al ser nombrado, el perro moviendo frenéticamente la cola, de un salto sube al sillón y se acomoda debajo del pecho de la mujer buscando su calor.  Covadonga lo acaricia entre las orejas. Sus dedos se mueven rítmicamente entre el sedoso pelo del animal.  Los tres se adormecen. Ahí están otra vez los recuerdos que se agolpan sin pedir permiso, sin saber si son bienvenidos, sin importarles si causarán dicha o dolor a su destinatario…


Concejo de Somiedo (Asturias), 1905

La luz invernal que entra por un ventanuco apenas deja vislumbrar el interior del piso inferior de la casa que se levanta pequeña y solitaria en la braña. Una anciana vestida completamente de negro, sentada en una banqueta de ordeño vigila y remueve de vez en cuando con una cuchara de madera el contenido de una pota de hierro que borbotea en el fuego del hogar. Una tosca mesa de madera, rodeada de tres sillas disparejas, una alacena con enseres de cocina, platos y tazones desportillados y un banco corrido pegado a la pared próxima al hogar son todo el mobiliario de la sala. El único detalle de color lo aportan numerosos y variados ramilletes de plantas y raíces que cuelgan del techo para su secado; ristras de mazorcas de maíz, de pimientos choriceros, de ajos y cebollas moradas tapizan una de las paredes. 
La anciana mira inquieta hacia la escalera que comunica con el piso superior y un suspiro de pesar se escapa de su boca. Su pelo blanco va recogido en un moño bajo sujeto con numerosas horquillas negras. Unos aros de oro cuelgan de los lóbulos de sus orejas, descolgadas por efecto de la edad. Su cara está surcada por miles de pequeñas arrugas que se acentúan en torno a los ojos. La mujer habla consigo misma en bable mientras prueba con la cuchara los arbeyos que está cocinando. Asiente satisfecha y retira el puchero del fuego colocándolo encima de la mesa donde reposan dos cucharas, dos vasos y una boroña.  
Camina con paso cansado hacia el pie de la escalera y vocea con fuerte acento asturiano:
  • ¡Covadonga, a comer!
Ninguna respuesta, ningún movimiento responden al llamamiento.
  • La pota se enfría…  ¡Covadonga!… ¿Subo a por ti?

Después de un rato, una joven de unos diecisiete años pálida y con pronunciadas ojeras, vestida con un basto camisón blanco y arrebujada en un chal marrón, con los pies protegidos por gruesos calcetines de lana gris, baja por la escalera con pasos lentos y cautelosos.

  • ¿Dormiste?
La chica asiente con un gesto de la cabeza y se sienta con cuidado en una de las sillas. Su abundante melena castaña cae despeinada enmarcando su rostro en el que destacan unos ojos de un intenso azul. Coge con desgana una cuchara y la introduce en la olla jugueteando con la comida.
  • ¡Come!
  • No tengo hambre…
  • ¡Déjate de farfayas y come! Lo vas a necesitar… Mañana subirá Milio…
  • ¿Milio? ¿Qué se le perdió aquí?
  • Mándalo don Román para hablar contigo.
  • ¿Conmigo? -Un gesto de inquietud asoma en los ojos de Covadonga- ¿sabes tú algo? -La mujer mayor sigue comiendo en silencio- ¡Ara, dime!, ¿qué van a hacer conmigo?
  • Yo no sé nada, niña…- La mujer se concentra en la comida evitando la mirada de Covadonga.
La chica coge la cara de la anciana con las dos manos, y mirándola fijamente a los ojos, le implora:
  • ¡Ara, dímelo, tengo derecho a saber…! ¡Si callas, mátome!
Algo en la mirada de Covadonga impulsa a la mujer a hablar.
  • Don Román encontrote un trabajo…
  • ¿Un trabajo? ¿Dónde, de qué…?
  • En la capital, una familia de ricos necesita un ama de cría. No sé más, Milio te dirá. Yo no te conté nada, ¿entendiste?
  • ¡Ara, déjame quedarme contigo… trabajaré, te ayudaré, comeré poco, soy limpia…! –suplica Covadonga con lagrimas en los ojos.
  • No te dejarán niña, esa gandaya de abajo, incluido tu padre, baila al son del gallu de Fonso…, yo no puedo ayudarte más. Soy una vieja que cualquier día encontrarán muerta y que nadie llorará… Me dejan estar aquí arriba, lejos de la aldea, porque les dan miedo mis hierbas, mis tisanas… Piensan que soy una xana y que me visitan espíritus malignos -una risa sarcástica sale de la garganta de la mujer-. Estarás mejor lejos de aquí, niña.
  • ¿Y el nenu, Ara? ¿Y el nenu? -solloza, Covadonga.
  • El nenu se fue para siempre, niña. Cuanto antes lo aceptes menos sufrirás. ¡Vete, vuela, busca tu nido en otro sitio! 
La vieja se levanta con dificultad y se dirige al hogar donde al calor dormita un cachorro de pocos días. Lo agarra por el cogote y se acerca con él en brazos a Covadonga, que sigue llorando postrada encima de la mesa.
  • Toma, póntelo a los pechos. Tiene hambre y tienes que descargar la leche o te secarás. Viajará contigo y lo amamantarás hasta que nazca el nenu que vas a criar.
Covadonga levanta la vista y mira sin ver a Ara y al perrillo que gimotea en sus brazos. Con gesto de paciencia, pero con dulzura, la anciana le abre el camisón y acerca el cachorro al pecho derecho; el animal al sentir la teta se agarra con avidez y empieza a succionar con sonoros chupeteos. La joven, finalmente, reacciona y sujeta con torpeza a esa bola de pelo que tira de su pecho lastimándola.
México D.F. 1948
  • ¡Abue, estás llorando! ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? –Covadonga mira con ternura el rostro preocupado de su nieta y se seca con las manos el reguero de lágrimas que moja su cara.
  • Estoy bien, no te preocupes, chamaquita.
  • Entonces, ¿por qué lloras?
  • Las personas mayores, como yo, a veces nos acordamos de cosas… , de momentos pasados, y eso nos pone tristes.
  • ¿Te acuerdas de cosas malas? Sabes, yo también algunas noches tengo pesadillas pero abrazo muy fuerte a Chido y se me pasa.
  • Pues entonces ya tengo la solución, dame un papacho de los gordos. –Ambas se funden en un abrazo-. Anda, vete a merendar. Un pajarito me ha dicho que te ha guardado un trozo de piloncillo y un gran vaso de leche.
  • Chido sigue dormido. ¿Lo despierto?
  • No, déjalo que me haga compañía otro ratito. Luego vienes a buscarlo, –La niña sale saltando y canturreando de la habitación. Covadonga contempla a Chido que dormita confiado en su regazo y una sonrisa socarrona se dibuja en su cara. ¿Qué pasaría si todas esas señoras que la llaman Doña, que la halagan con empalagosos cumplidos y la invitan a sus reuniones, supieran que crió a sus pechos a un pinche perro al que ellas no se acercarían ni muertas?


Continuará...


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