Alicia Sánchez Suso. Biografía epistolar


Por Juana Celestino














CAPÍTULO I



Nueva Zelanda, 25 de agosto de 1952


¿Cómo estás, Andrés? 

Soy Alicia, sí. Te extrañará, e incluso puede que te alarme recibir noticias mías después de todos estos años, pero quiero tranquilizarte no vaya a ser que pienses que pretendo alterar en algún modo tu próspera vida. Me consta que eres toda una personalidad en el gobierno y, gracias a tu proyección pública, no me ha sido difícil averiguar el modo de hacerte llegar esta carta. Por si te interesa, quiero que sepas que a lo largo de estos dieciséis años nunca te he guardado rencor; si he aprendido algo en este tiempo, es que todos los comportamientos pueden entenderse, aunque eso no los justifique. Pero no quiero hablar de nosotros, no estoy redactando esta carta pensando en ti, es por tu hermano Leo por quien he cogido la pluma y me he sentado a escribir.

Cuando conocí a Leo no podía sospechar que una persona tan peculiar llegara a perderse en los recodos del olvido. Pero así ha sido y, hasta ayer, ni un solo día he tratado de invocar su imagen. Únicamente puedo explicarme este inconsciente desprecio pensando que en el tiempo debe haber apagones, interrupciones que alejan de nuestra vida experiencias que solo nuevos acontecimientos vuelven a poner de relieve. Y eso es lo que ocurrió ayer. Al recuperar ahora su presencia, por un raro azar, no puedo dejar de pensar, divertida, que no ha sido sino la vehemencia de su carácter la que lo ha provocado, empujándome a homenajear su persona en estas líneas; es una forma también de neutralizar el despreocupado, aunque curioso, interés que mostré por él. Recuerdo su ímpetu infantil, cómo imponía su presencia, su mirada sobresaltada y sus largos, desgarbados y frágiles miembros.

La primera vez que le vi, tendría unos doce años, fue en una de esas celebraciones familiares en vuestra casa de El Escorial a las que tu madre era tan aficionada; recuerdo tu insistencia para que fuera a pasar con vosotros aquel fin de semana y presentarme así ante tu familia de un modo formal.

Ya me habías comentado en alguna ocasión lo tímido que podía ser Leo ante los desconocidos. Recuerdo que cuando me dirigí a él en actitud animosa a saludarle, enrojeció y empezó a agitarse como una lagartija que busca una piedra bajo la que esconderse. Sin embargo, cuando a lo largo del día relajó su actitud, a ratos me sorprendía refiriéndome con una tranquilidad imperturbable algunos de sus sueños, pesadillas en las que aparecían sobre su cama manos que caminaban como arañas; y en otro momento reclamaba mi atención con nerviosismo e impaciencia para contarme con pueril asombro cualquier suceso doméstico de lo más trivial. El resto del tiempo le sorprendí en más de una ocasión observándome a hurtadillas, a distancia.

Unas horas antes de mi marcha me pidió que le relatara algo inédito de mí y que él fuera el primero en conocer, cualquier insignificancia, alguna manía a la que no diera importancia, pero que nadie supiera. Le hablé entonces de mi costumbre, no comentada, de desembarazarme de algunos libros que, una vez leídos y perdido todo interés en ellos e incapaz de darles un destino fatal, los introducía en un sobre que dirigía por correo o llevaba personalmente a cualquier biblioteca. Leo quedó más que complacido con mi secreto y palmoteó ante la idea de que le recordaría cada vez que facturara un libro. Qué ingenuo.

Unos meses después -tú y yo ya nos habíamos distanciado- recibí una postal suya desde Grecia, adonde acompañó a tus padres en uno de sus viajes. Un recuerdo cariñoso expresado con ese brío que a veces le caracterizaba. Se trataba de una fotografía del Onfalos, la piedra que representa el punto donde, según la leyenda, se reunieron las águilas que Zeus soltó desde los extremos del mundo. Debí guardarla distraídamente en algún libro, olvidándome en lo sucesivo de ella y de su remitente. Y, ayer, un usuario de una biblioteca que frecuento, y a la que surto de libros ya leídos, le restituyó la postal al bibliotecario con el convencimiento de pertenecer a algún socio de la biblioteca ante lo que él consideró un “documento de visible valor sentimental”.

Desde ayer tengo a Leo en mi mente y he sentido la imperiosa necesidad de hacérselo saber. Por favor, dale recuerdos míos.

Alicia

***

Madrid, 28 de septiembre de 1952


Mi querida Alicia:

Cuántas veces he imaginado el momento en el que podría dirigirme a ti de este modo. Tanto tiempo sin saber de ti, sin conocer a nadie que pudiera darme noticias tuyas. Desde luego no te hacía tan lejos, te imaginaba en algún lugar de Francia. Doy gracias a ese lector de biblioteca que te ha traído de nuevo a mí.

Tu carta ha removido mi vida y me ha llenado de emoción y de dolor recibirla. Tengo que comunicarte que Leo murió hace ocho años durante una excursión por el Pirineo de Huesca. Cayó por un precipicio mientras hacía una marcha en solitario. Nunca creí que fuera un accidente. Como bien sabes, era muy vulnerable y veía el mundo más con el entusiasmo y la transparencia de los niños que con el comedimiento o el cálculo de los adultos. Se enamoró apasionadamente de una joven que fue incapaz de seguirle, asustada de su brío, que chocó con sus afectos un poco ramplones y la empujó a la huida. Leo no supo sufrir su abandono y desde entonces entró en un estado de silencio y aislamiento que ninguno fuimos capaz de romper. Cuando en la facultad organizaron un viaje a Benasque nos sorprendió que se apuntara, y es que ya tenía planeado su final. Aún no había cumplido los veinte años.Recibir tu carta también me ha proporcionado cierto alivio personal, pues en cierto modo me da la oportunidad de exorcizar mis demonios. Durante todos estos años me ha atormentado la idea de que me despreciaras, y lo entendería si así fuera.

Sé que fui un cobarde abandonándote en el peor momento. Me asustó que pudieran salpicarme los negocios que salieron a la luz de tu hermano Ignacio y me perjudicaran profesionalmente. Acababa de abrir mi bufete y solo pensaba en los acaudalados clientes que acudían a mi flamante despacho gracias a los contactos de mi padre; no soportaba la idea de que un caso tan turbio diera al traste con una carrera profesional en la que había puesto toda mi ilusión. El ascenso profesional y el éxito ocupaban mi mente y eclipsaba todo lo demás.
Siempre que elegimos en la vida tenemos que renunciar a algo, y yo renuncié a ti. Sería una tontería decir que me arrepiento, demostraría tan solo que he sido doblemente estúpido, por hacer lo que no debía, y por arrepentirme.

Desde el día que mantuvimos aquella conversación en El Botánico y dejamos de vernos, por más que me esforcé, sentí que iba perdiendo la ilusión que me empujaba en los inicios de mi trabajo. Poco a poco fui cayendo en un estado tal que llegué a descartar la pretensión de ser feliz. El recuerdo de mi comportamiento contigo me trastornaba hasta el punto de no admitir ni siquiera tu perdón por mi flaqueza de ánimo y darme así la oportunidad de reincorporarte a mi vida. Tuve la oportunidad de hacerlo, de acercarme a ti en un intento de reconciliación. Una tarde te vi por la Plaza de Santa Ana dirigiéndote hacia La Suiza, esperé tras un árbol hasta que saliste con un paquetito de dulces y te seguí algunos pasos hacia la Plaza del Ángel desde donde te dejé marchar.

A partir de entonces he procurado olvidarte y he vivido para mi trabajo, más con la adicción de quien quiere lograr el éxito de forma compulsiva que con el disfrute de una actividad que proporciona medios para vivir. Sin embargo, en más de una ocasión me he sorprendido a mí mismo redactándote una carta que no tenía destino, donde cada palabra que escribía me alejaba un poco más de lo que quería expresarte; me faltaba valor para ser yo mismo, incluso en la ficción. Llegué a la conclusión de que no te había querido realmente, que carecía de todas las virtudes necesarias para ser capaz de amar.

Con el tiempo, los recuerdos que me unían a ti llegaban a mi mente como hechos vagos, sin precisión, como si hubieran ocurrido en otro tiempo o en algún lugar lejano. Era como si me hubiera anestesiado contra ti, aunque no tardarías en imponerte de nuevo a mi realidad.

Había transcurrido poco más de un año desde nuestra ruptura, cuando supe por la prensa que habían encontrado a un hombre muerto bajo los puentes de Reina Victoria. Le apodaban El Turco, y entre sus pertenencias encontraron una fotografía tuya. Mi desazón por tu seguridad física me empujó a buscarte, quería y necesitaba ayudarte. Te imaginé asustada, sola y sin recursos. No pensé si podías o no estar implicada en algún delito, solo necesitaba saberte a salvo y me dirigí hacia tu casa de la calle de las Fuentes, llevándome la sorpresa de verla precintada por la policía. Ningún vecino supo darme razón de ti y te busqué desesperadamente, visitando uno por uno los lugares donde solías ir con la esperanza de obtener cualquier información sobre tu paradero. Meses después supe por mi socio, Jaime del Val, que un falsificador de documentos al que la policía detuvo en relación con la muerte de El Turco, te había proporcionado un pasaporte con el que pensabas cruzar la frontera hacia Francia.

Saberte a salvo me tranquilizó, sintiéndome en cierto modo cómplice de las acusaciones que te impulsaron a la huida. Pero nunca alcanzaré el sosiego hasta que no me perdone a mí mismo el haberte abandonado en un momento en el que necesitabas fuerza y apoyo. A veces me resulta difícil vivir con este penoso recuerdo de mi vida… Deseo con todas mis fuerzas que algún día se me presente la oportunidad de resarcirte. Haría lo que fuera por ti.


Recibe un abrazo.

Andrés
***


Nueva Zelanda, 3 de noviembre de 1952



Andrés, no puedo expresar la desolación que he sentido ante la noticia de la muerte de Leo. Una muerte joven, sin la aspereza de los años, como les gusta a los dioses. Era un ser demasiado exquisito para ser apreciado por el común de los mortales, entre los que me incluyo: el abandono de su recuerdo en el interior de un libro desechado lo demuestra. Desde que recibí tu carta no dejo de mirar su postal como si se tratara de un preciado tesoro que la vida me ha devuelto.

Tras la lectura de tu carta yo también he removido el pasado; revisando algunos papeles que guardaba, me ha sorprendido hallar una carta tuya fechada unos días antes de que nos separáramos. En ella me adviertes de las sospechas que habían recaído sobre mi hermano a partir de los comentarios públicos de una antigua enfermera de su clínica. En uno de los párrafos de esta carta escribes: “supongo que nada de lo que te diga alterará la incomprensible devoción que le profesas.” Y así era; me negué a aceptar esos rumores, y mucho más sabiendo que procedían de una mujer resentida tras su despido. Además, quién iba a dar crédito a alguien que, sin posibilidad de volver a ejercer como enfermera, se había dado a la prostitución para pagarse sus dosis de morfina.

Sin embargo, a los pocos días fui a ver a Ignacio a su clínica de la sierra. Me recibió tan cariñoso y despreocupado como siempre. Se echó a reír con una de sus sonoras carcajadas cuando le comenté que la enfermera andaba contando que había recibido sobresueldos del director de la clínica a cambio de proporcionar dosis de morfina a algunos pacientes en los primeros síntomas del síndrome de abstinencia. Siendo un centro para toxicómanos adinerados, era una forma de asegurarse unos ingresos extra retrasando su recuperación.

Totalmente confiada en el desmentido que Ignacio había hecho de aquellos rumores sin fundamento, me enfurecía que hubieras dudado de la ética de quien hasta hacía unas semanas había sido tu mejor amigo y secundaras las acusaciones que le implicaban en un delito contra la salud pública. La rabia que me sacudió por tu actitud ante Ignacio dio lugar a aquella discusión que rompió nuestra amistad y la incipiente relación amorosa que desde hacía algunos meses nos había proporcionado momentos que guardo en mi memoria como irrepetibles. Pronto mi vida daría un vuelco, me vería vapuleada como un pelele y todo desembocaría en una serie de acontecimientos que apenas me darían capacidad de reacción durante aquel verano de 1936.

Estaba finalizando el mes de junio, y no había pasado más de una semana desde nuestra ruptura, cuando una noche llamaron a la puerta de casa. Al abrir me sobresalté por la presencia de un desconocido que dijo ser amigo de Ignacio. Era un hombre de gran estatura y piel oscura, con expresión de despreciarlo todo y a todos. Tenía acento extranjero y, con rostro serio e inalterable, me hizo entrega de un sobre e inmediatamente se marchó. Era una carta de Ignacio. Me comunicaba que, por una serie de “malentendidos” que le enfrentaban con la justicia, no le quedaba más remedio que abandonar el país “por una temporada”. Anotaba la dirección de una persona a la que debía ir a ver el día 10 de julio “sin dilación”, al tiempo que me indicaba el modo de contactar con el hombre que me había hecho entrega de la carta, al que se refirió como El Turco. Me aseguró que tenía los medios para resolver cualquier problema que me surgiera y no debería dudar en acudir a él si llegaba el caso.

Inquieta, y sin saber a que clase de lugar me dirigía, el día 10 de julio me puse en camino hacia una calle situada en los aledaños del Paseo del Prado. Lo incierto de la situación me hacía caminar por las calles con nerviosismo, sin ver a los que se cruzaban conmigo ni oír el bullicio de la calle. Era tal mi estado que estuve a punto de ser atropellada por un coche, lo que me hizo tomar conciencia de lo alterada que estaba. Durante unos minutos traté de calmarme sentándome en un banco, desde donde pude observar el edificio con fachada de corte clásico donde vivía la persona con la que tenía que encontrarme.

Me abrió la puerta una mujer de complexión fuerte y aspecto envarado que con amabilidad me pidió que esperara en el hall. Su voz clara y melodiosa, que contrastaba sorprendentemente con su aspecto, tuvo efecto sobre mí y comencé a recobrar cierta serenidad. Durante la espera me distraje observando unas artísticas vidrieras emplomadas, de color ámbar y adornadas con escudos heráldicos; estaba tratando de descifrar la leyenda latina de uno de los blasones cuando oí crujir la madera del suelo anunciando la presencia de un hombre de mediana edad, muy delgado y pálido, que vestía una oscura bata de seda hasta los pies ajustada con un cinturón de borla. Tras presentarse como “un amigo de Ignacio”, me condujo hasta un despacho y, ofreciéndome asiento, inmediatamente me hizo entrega de un pequeño paquete que, según dijo, Ignacio había dejado para mí. Al ver que me disponía a desatar el cordel que lo rodeaba, me pidió que lo abriera más tarde en mi casa. Me miró con detenimiento y con una sonrisa burlona dijo: “No tienes ni idea de quién es tu hermano, ¿verdad?”

En aquella casa supe que Ignacio era traficante de morfina y que en su clínica no solo ingresaban adictos para llevar a cabo curas de desintoxicación, también tenía una clientela externa a la que proporcionaba la droga. 
A medida que aquel hombre iba narrando despreocupada y asépticamente la trayectoria delictiva de mi hermano, yo me iba instalando en un silencio que me atenazaba la garganta, sobrecogida ante la certeza de que todo lo que oía era verdad. Quizás pensando que me consolaría, añadió que el consumo de morfina estaba muy extendido y que en su tráfico estaban involucrados, tanto profesionales de la medicina o la farmacia, como viajantes que solían hacer la ruta de Barcelona, que es por donde entraba la droga en España.

La sensación de irrealidad que se apoderó de mí llegó a producirme tal aturdimiento que permanecí sentada aun cuando aquel hombre ya se había puesto en pie dando por terminada la visita. Me levantó tomándome del brazo y, empujándome suavemente hacia la puerta, antes de abrirla, me instó a que guardara bien el paquete y en lo posible abandonara el país cuanto antes, no por los “negocios” de Ignacio, dijo, sino porque se avecinaban tiempos inciertos. Él mismo tenía previsto hacerlo, y si me hubiera presentado al día siguiente no le hubiera encontrado.

Cuando salí a la calle ya no veía a los demás como seres que tienen una tarea o una meta precisa; los transeúntes me parecían, como yo, sonámbulos, con el aspecto vago de las figuras de los sueños. La vida adquirió el aspecto de una pesadilla, tenía miedo de volver a mi casa, de tenderme en la cama donde sabía que no podría dormir, con la desasosegante sensación de que algún desconocido llamara a mi puerta. Estaba absolutamente sola.

Los sucesos que a las pocas semanas sacudieron el país me sacaron de mi postración mental. Iba a la deriva por un Madrid que se había echado a la calle, enloquecido, donde de repente nos arremolinábamos en portales al sonido de disparos, sin conocer su procedencia. Decidí salir de allí como fuera. Ni tan siquiera me planteé mi posición respecto a lo que estaba ocurriendo en el país: estar a favor o en contra de algo presupone que ese algo forma parte de nuestro mundo, y aquel no era el mío.

Estoy demasiado cansada para continuar escribiendo, ni tan siquiera sé si retomaré este relato. En todos estos años no he hablado con nadie de mis últimos días en España. Tampoco he sentido la necesidad de hacerlo, es como si aquellos momentos pertenecieran a alguien ajeno a mi. Me parece que fue hace tanto tiempo...
Alicia


 
 ***

Madrid, 27 de diciembre de 1952

Mi querida Alicia:

Me ha sobrecogido tu carta con la narración de los hechos que más tarde derivarían en acciones que te inculparían en un delito del que te creo completamente inocente. Me gustaría decirte que desde mi posición en el Ministerio haré lo posible para ayudarte a limpiar tu nombre de esa falsa acusación, pero te mentiría. No tengo tanto poder como para hacer desaparecer un expediente en el que se te relaciona, directa o indirectamente, con un homicidio. Pero estás a salvo. Aunque supongo que te pesará la traumática experiencia del desarraigo, y que el recuerdo es lo único que te queda para reconstruir tu vida tratando de conciliar la realidad que viviste en España y la que experimentas en la actualidad. La evocación de aquellos días, casi sin pretenderlo, demuestra tu necesidad de comunicarte con el pasado.No haces ninguna alusión a tu vida personal actual, oculta tras ese apartado de correos al que remito mis cartas. Si te hubieras instalado en algún lugar de Sudamérica… Viajo con frecuencia al continente americano; pero, qué digo, pienso más en lo que yo deseo que en tu interés. Puede que descartes la idea de un encuentro conmigo aunque, como dices, no anide en ti rencor alguno. Yo no dejo de pensar en ello desde que recibí tu primera carta.

Tampoco me has preguntado sobre mi vida, aunque no tengo mucho que contar, pero es la que tengo. Me casé hace once años y tengo tres hijos. A mi mujer, Rosa, la conocí a través de mi socio en el bufete, es su hermana. Rosa es una persona de trato agradable y muy sociable, en exceso para mí, pues no hay fin de semana que no tengamos en casa al menos una decena de personas que ella selecciona entre lo mejor, socialmente hablando. Yo secundo todos sus deseos, lo que me hace aparecer ante los demás como un marido cariñoso y lleno de atenciones, pero en mi interior sé que lo único que hago es cumplir el papel que la suerte me ha deparado y que yo he aceptado sin resistencia. 

Tengo la sensación de que me he hecho demasiado mayor y, cuando hurgo en mi memoria, encuentro con facilidad momentos más atractivos e intensos que los actuales, lo que me lleva a pensar que mi vida finalizará en una sosegada desesperanza. Nada que ver con aquel Andrés que conociste hace dieciséis años, víctima de un flechazo amoroso, abandonado a los bellos excesos de la pasión y abierto a la hermosura del mundo. Cómo he necesitado y echado de menos en el trato con otras mujeres tu naturalidad y entusiasmo por la vida. Cuántas veces he recordado nuestros paseos por El Botánico, las tardes que pasábamos en casa de Ángel, que nos dejaba solos durante unas horas con cualquier pretexto, o aquellas sesiones en el cine en las que yo te miraba embobado o te susurraba al oído mientras tú, sonriente, cruzabas con un dedo tus labios instándome a callar.

Nada de eso volverá, pero está en mi recuerdo y nadie puede expulsarme de ese paraíso.Guardo una carta que me enviaste a El Escorial donde decías: “… Quiero vivir de una manera en la que trabaje con mis manos y mis sentimientos y mi cabeza; quiero un jardín, una casa pequeña, animales, libros, cuadros, música…, una vida cálida y viva”. ¿Cumpliste tu sueño?

Este año ya está llegando a su fin y para mí ha sido bueno tan solo por el hecho de haber sabido de ti, de haber recuperado tu presencia. Ojalá tengas durante el próximo año toda la felicidad que te deseo.

Recibe un fuerte abrazo de quien no te olvida



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