¡Son lentejas!




Imagen de Gerda Taro
Por Esperanza Goiri

Mis primeros recuerdos de esta humilde legumbre se remontan a los cinco años. Conservo nítida la imagen de Isidora, la mujer que venía a ayudar a mi madre, sentada en la mesa de la cocina limpiándolas, en una operación que a mí me parecía fascinante por la rapidez y eficacia con que lo hacía. Su mano separaba las buenas, que caían en un colador, del resto, que iban formando un montoncito aparte. Más de una vez solicité participar en dicha tarea, pero la respuesta siempre fue la misma: “no, que si se escapa alguna piedrecilla, al comerlas se puede romper un diente”. Yo creía que la pieza dental saldría entera, con sus raíces, como veía en los cuentos y tebeos, así que engullía las lentejas con la esperanza de que alguna china inadvertida por la atenta mirada de Isidora, provocara la prematura visita del ratón Pérez y de su regalo. Nunca sucedió tal hecho. Eso, unido a las nulas artes culinarias de la cocinera del colegio, que las preparaba con frecuencia, me hicieron coger antipatía a las pardas leguminosas.

Al margen de mi percepción infantil, lo cierto es que las pobres lentejas se siguen clasificando en buenas y malas. Las primeras son esas preparadas por las madres y las abuelas que condensan todo el calor del hogar y se echan tanto de menos cuando se está lejos de casa. Con las otras me he topado la semana pasada, involuntariamente, mencionadas, para justificar sus actos, por tres personas diferentes y en circunstancias muy distintas. Ese señor gallego que vive en La Moncloa ha explicado que firmó un pacto político con otro partido y ahora no tiene intención de cumplirlo, porque, según él, eran lentejas (sí, tal cual, se puede comprobar en cualquier medio de comunicación). La vendedora de una vivienda, sin despeinarse ni perder la sonrisa, ante la pregunta de mi sobrina de por qué no figuraba en el registro de la propiedad la segunda planta de la casa, una consulta legítima y procedente cuando estás dispuesta a hipotecarte de por vida, le espetó que eran lentejas, sin más explicaciones. Por último, un empresario al ofrecer un trabajo a una amiga mía, le explicó que en el contrato figuraba media jornada y como tal se le pagaría, pero en realidad se esperaba de ella ocho horas diarias de dedicación. Sin pestañear, le dijo que eran lentejas. He obviado la segunda parte de la expresión, que completa sería: “estas son lentejas, si quieres las tomas o si no las dejas”.

Así estamos. Las lentículas, estoy convencida de que si pudieran hablar se rebelarían, se utilizan con descaro para justificar todo tipo de abusos, tropelías e incumplimientos. En apariencia se puede elegir: o lo aceptas o no. El problema es que a mucha gente no le queda más remedio que tragar, no un cazo, sino dos, tres y los que hagan falta. Para más inri, esta herbácea se conoce como la “carne de los pobres” y “comida de viejas”. Y no acaba ahí su mala prensa; si alguien dice que te has vendido por un plato de ellas es que has hecho mal negocio y te valoras muy poco.

Os dejo, que se me van a pegar, sí, lo habéis adivinado, las lentejas que tengo hoy para comer. No puedo evitarlo, en películas, libros, y en la vida en general me parecen más interesantes los “perdedores”, y las lentejas encarnan el bando desprestigiado de las legumbres. Ya olvidada mi aversión infantil, no quiero faltar a mi cita semanal con ellas. ¡Bon appétit!

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