Días de escuela

Por Marisa Díez

Aula de una escuela en los años setenta


“Bien abrigado llegaba al colegio, 1960, ya va haciendo tiempo…”. Esta es la primera estrofa de una legendaria canción del grupo Asfalto. En lo que a mí se refiere, empecé el cole a comienzos de los setenta, con el régimen franquista ya en su etapa final, y es seguro que mi madre tampoco consentía que saliera de casa sin la correspondiente bufanda anudada al cuello en los fríos días del invierno madrileño. Al igual que continúa dicha canción, recuerdo que nos sentábamos “frente a una cruz y a ciertos retratos”. Yo tenía tan sólo cinco años, la edad en la que comenzabas tus “días de escuela” en aquella época, y en seguida aprendí los nombres y apellidos de aquellos dos personajes que presidían las aulas, en forma de fotografías enmarcadas, a ambos lados del crucifijo. La imagen está en mi cabeza como si hubiera sucedido ayer mismo. Todos los niños recitábamos esos nombres de carrerilla y al unísono cuando el profesor lo reclamaba. Todavía se me pone la piel de gallina al recordarlo.


 Sin embargo, a mí me encantaba ir al cole. A día de hoy, sería capaz de describir con claridad la disposición de la clase: varias filas de mesas alargadas en las que nos sentábamos cuatro niños, separados por sexos, unos a la derecha y otros a la izquierda. Mi colegio se englobaría dentro de lo que hoy se conoce como enseñanza concertada; en aquellos tiempos se definía como subvencionada, porque pagabas sólo una parte de la factura y te podías beneficiar de importantes descuentos si formabas parte de una familia numerosa. Todos los meses, mi madre acudía religiosamente a una especie de despacho con una ventanilla, que yo siempre comparé con las taquillas del metro, para abonar lo convenido por nuestra educación.

En los años setenta era muy común acudir a este tipo de centros pequeños, que surgían por doquier en los barrios populares de Madrid. Podían ocupar, por ejemplo, un par de plantas de un edificio de cuatro alturas, en el que convivías con los vecinos habituales del inmueble. Desconozco la razón por la que mis padres decidieron no enviar a sus hijas al único colegio público que había cerca de casa, pero intuyo que el hecho de ser religioso influyó en su decisión. Supongo que sería la única manera que encontraron de marcar distancias con un tipo de educación que no compartían.

Mi colegio tenía buenos profesores, aunque su manera de entender la disciplina dejaba bastante que desear. Se utilizaban los castigos físicos con asiduidad; era habitual que los alumnos recibiesen algún que otro cachete, cuando no auténticos reglazos en las palmas de las manos, y te podías pasar horas de rodillas castigado contra la pared. Pero nadie se rasgaba las vestiduras por la utilización de semejantes métodos. En cualquier momento podías encontrarte, sin aviso previo, con un buen tirón de orejas, dicho esto de forma literal, por no prestar atención en clase o no callarte cuando el profesor explicaba la lección del día.

Sí, algunos maestros podían ser muy duros en las formas, pero éramos niños y considerábamos como algo natural esta particular violencia que se ejercía en las aulas. Además, a los alumnos se les dividía sin ningún pudor entre listos y tontos. Los mismos profesores se empeñaban en dejar constancia de quiénes iban a integrar ese ”lado oscuro” y les ofrecían escasas posibilidades para salir del agujero. Si tenías la desgracia de ser un niño inquieto o más rebelde de lo que aconsejaba la prudencia, portabas todas las papeletas para ser señalado; conseguir anular la cruz que te habían asignado podía costarte sangre, sudor y lágrimas.

Afortunadamente, nunca estuve en ese lado. Yo era tan tímida como ahora, por lo que nunca abría la boca para replicar. Una niña bastante aplicada que jamás se salía del redil. Y además, repito, a mí me encantaba ir al cole.

Así que no sé bien en qué momento de mi vida decidí rebelarme contra la injusticia que destilaban aquellas aulas. La formación que me inculcaron fue más que correcta; el colegio proporcionaba un nivel académico superior al que se alcanzaba en otros centros. Pero fue salir de aquellas cuatro paredes y encontrar un soplo de aire fresco que me hizo renegar del tipo de enseñanza que había recibido hasta entonces. Mi paso por el instituto me confirmó que existían otros métodos pedagógicos, más acordes con los nuevos tiempos, que se esforzaban en formarte también como persona. Con los años aprendes a separar el grano de la paja y, aunque eres consciente de que quizá no recibiste la educación que a día de hoy hubieras deseado, también sabes que era la única posible. Porque no es menos cierto que, debido a las carencias que sufrimos en nuestra primera etapa educativa, aprendimos a valorar sin fisuras conceptos que hasta entonces parecían tan abstractos como la libertad o la igualdad y dignidad de las personas. “Y ahora tú qué pensarás, si cuanto más me oprimían, más amé la libertad…”. Así termina la canción de Asfalto a la que debe el título la entrada de hoy. Y yo, la verdad, no sabría expresarlo mejor.








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