Vivíamos sin airbag


Por José María Ruiz

Toda la familia cabía en un Seat 600.
Al ralentí comienzo este párrafo porque estoy arrancando. Intentaré huir de acelerones y frenazos bruscos, pues busco el feliz paseo motorizado. Marcha atrás, giro el volante; meto la primera, al tráfico me incorporo; segunda marcha, disminuye que el semáforo está en rojo.

Tamaña deriva, por ventura, jamás experimenté. Apenas acierto a ser conductor de mi destino. Caminante de la soledad, caminante de asfalto. Caminante, no más. El vehículo bien está para los otros. Uno andará por el camino.

Aunque “aventuras” automovilísticas jalonan mi vivir. ¿Quién puede abstraerse de este mundo diseñado para los coches? Pocas veces fui copiloto, me ubicaba en el asiento trasero. Aunque, ciertamente, sí tomé posesión de un auto a mi medida: un coche de pedales, regalo monárquico. Un deportivo blanco descapotable, con el número seis en los laterales. Tan chiquito era que necesitaba la extraordinaria fuerza de mi padre para bajar y subir el bólido los tres pisos de escalera. Ya sobre el “asfalto” de la acera era el amo de la pista; ya me acercaban al parque, donde la libertad era máxima; ya lanzaban una foto al mocoso, ¡mira a la cámara!; ya conducía.

¿Más allá? Una bicicleta. Nuevo regalo de reyes. Los pedales seguían constituyendo mi motor. Juvenil era, y desaforado, sin conciencia, consumía kilómetros en paralelo a los coches. A toda velocidad, cuesta abajo y sin parar de pedalear. Así ocurrió lo que tenía que ocurrir: el pie se escapó del pedal, hizo freno con la rueda y salí disparado con tirabuzón y medio. Rasguños varios.

¿Más allá? Un Scalextric, los Reyes Magos se portaban bien. Tamaño presente aún conservo. ¿Dónde fueron a parar el cochecito y la bicicleta? No hay mayor secreto, sus Majestades Reales viendo que tu cuerpo se había desarrollado y se quedaban chicos los juguetes, decidieron llevárselos a otros niños y aportarles felicidad. Sí, así fue.

Ciertamente, el motorizado en casa era mi padre. Con su utilitario (pues lo utilizaba y era útil) devorábamos los kilómetros. Del seiscientos al ochocientos cincuenta y, finalmente, al Simca mil doscientos. Una progresión (600, 850, 1200) que apuntalaba nuestro nivel de vida, no así mi “ilusión” automovilística. Pávido me encontraba ante sus engranajes, más de un disgusto nos deparó el primero de ellos, porque el 600 por la mañana, decía mi padre, estaba frío y no tiraba bien, se calaba. Cosa sería de llevarlo por el sol, venía a pensar. Inocente. Por carretera, no pases de 80; parar antes de subir algún puerto, se calienta, deja que se enfríe. Hasta que un día nos dejó tirados, la electricidad se “escogorció”, baja y empuja, aquí lo aparco, ya llamaré al mecánico. Sí, antes se podía aparcar en Madrid sin miedo a la multa. Y siempre recordaré la cantinela, pues no arranca, empuja que cuesta abajo lo pongo en marcha.

Con el 850 llegó el radiocasete y el robo del coche. Con el 1200, el aire acondicionado y la ITV, amén de un accidente gravísimo del que salvó la vida mi padre porque no llevaba puesto el cinturón de seguridad (el destino). Mas estos no tenían la simpatía del seiscientos. Sí, el seiscientos era un coche simpático. Naturalmente, ninguno de los tres venía con un airbag incorporado. Ni noticias teníamos del airbag. Vivíamos sin el artilugio.

Bendita niñez alejada de la consciencia, cómo nos iba a importar ir ocho (o hasta nueve) seres en un coche de cinco plazas si marchábamos a la Dehesa de la Villa a jugar un partido de fútbol; y lo divertido que era ir de un pueblo de Ávila a otro en el maletero, no, no penséis que el maletero estaba cerrado, para nada, que sentados, medio acostados, con las piernas al aire bien nos ubicábamos tres mocosos; o ir, en una especie de “gua-gua” de tercera (algo más que una furgoneta), en las rodillas de mi padre junto al conductor en un viaje de Madrid a Ávila: “si vemos a la Guardia Civil te agachas”… ¿Quién pensaba en el cinturón de seguridad? ¿Quién pensaba en el airbag? ¿Quién pensaba?

Es mirar en derredor y encontrarnos con que el peatón debe aprender las normas de tráfico, somos un vehículo andante, somos seres móviles. De ahí la semana europea dedicada a la movilidad, y Madrid se ha unido a ella con “La Celeste”. Las personas como elemento circunstancial del tráfico, se cierra el paseo del Prado y la Gran Vía a los coches, se crea un espejismo, ya que en un santiamén los automóviles volverán a vociferar. Pobre Celeste; pobre “Día sin coches”. Hemos asumido la invasión de estos ultracuerpos.

Y en el mirar y mirar artefactos metálicos rodantes, vengo a ver. No distingo un Renault de un Ford, o un Volvo de un…, dime una marca, vale…, de un Mercedes. No me interesa este mundo, claro que este planeta de vehículos está contaminando mi mundo. Para cuándo un airbag que nos salve del impacto de sus emisiones, que nos proteja de comernos las partículas de gases.

Sí, hubo un tiempo donde vivíamos sin airbag, hubo un tiempo donde vivíamos. Insurrecto he de seguir. ¿Me acompañas a caminar?

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