Mil historias por contar


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Por Marisa Díez


Cuando era niña tenía una vida inventada. Recuerdo pasarme las horas imaginando historias en las que únicamente yo era la heroína. Por supuesto, todas tenían un final feliz; al fin y al cabo ése y no otro era su propósito. De esta manera, aquello que me fallaba en el mundo real, lo arreglaba en el de mis sueños y me quedaba tan contenta. Llegué a creerme tanto esa vida paralela, que a veces incluso redactaba sus tramas en los diversos diarios que escribí desde la adolescencia. El primero fue uno de aquellos libritos con llave que te regalaban en cualquier cumpleaños, un tesoro que tardé poco tiempo en rellenar y que aún conservo escondido en algún rincón de la casa de mi madre. Terminado éste, mi padre me trajo de la editorial donde trabajó toda su vida, un libro con las páginas en blanco para que plasmara en él todo lo que se me ocurriera. Aunque no disponía de cierre de seguridad, consideré que a nadie de mi entorno le interesaría nada de lo que en él se pudiera contar, así que se convirtió en mi compañero de confidencias durante varios años, hasta que conseguí terminarlo. Después ya sólo me dediqué a escribir en folios sueltos y, por supuesto, a mano, porque en aquella época nadie tenía un ordenador en casa; como mucho, la típica máquina de escribir Olivetti 45 y poco más, pero era muy engorroso cuando te equivocabas y tenías que utilizar el Típex, así que hacías trabajo de muñequilla, que es lo que tocaba.

Mi mundo inventado no dejaba de ser una manera de superar mis miedos y complejos. Toda la energía que me faltaba en la vida real, se desbordaba en la imaginaria. Y, por supuesto, disfrutaba de los mejores amigos, llegaba a conocer a seres fantásticos, había incluso personajes famosos de la época que me adoraban… Y, ni qué decir tiene, que el protagonista de turno de mis sueños, el mismo que apenas me miraba a la cara en mi existencia cotidiana, siempre caía rendido a mis pies. Bueno, a veces introducía algún elemento negativo o caótico, para darle mayor verosimilitud, pero era raro que no consiguiese, sin excesivo esfuerzo, salir victoriosa de cualquier embate.

Supongo que todos los niños desarrollan en algún momento de su infancia esta capacidad para fabular. El problema es que en mi caso nunca llegué a superar definitivamente aquella etapa. A día de hoy, sigo inventando aventuras que sólo suceden en mi imaginación. Alguien puede suponer, en consecuencia, que lo que me ocurre, simplemente, es que estoy loca de atar; pero yo no creo que sea tan grave, aunque algunas veces me ha traído algún que otro quebradero de cabeza esto de no saber separar bien mi mundo ficticio del real. Soy capaz de estirar una historia y liarla de tal manera que el principio tenga poco o nada que ver con el final. Lo malo es que no consigo estructurarla para construir un relato coherente y que pueda interesar lo más mínimo a cualquier persona, más allá de mis incondicionales –léase pareja, familia o amigos íntimos- así que ahí sigo, intentando dar forma a mis sueños a base de aporrear sin descanso el teclado del ordenador.

Ni qué decir tiene que sólo cuento lo que considero oportuno, y aunque mi historia inventada en la actualidad tiene muy poco de interesante, de momento me la sigo guardando para mí y de esta manera consigo, aunque sólo sea a ratos, volver a ser la niña que un día fui. Ya sé que es un recurso muy facilón, pero tal y como está el patio, no encuentro una manera mejor de salir corriendo y bajarme de este mundo que cada día me produce un poquito más de grima. Tampoco hago daño a nadie, ¿no?





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