Llora el teléfono


Marilyn Monroe al teléfono
Por Esperanza Goiri

Ése era el título de la sentimental canción que hizo famosa Domenico Modugno en los años setenta. Obviamente se refería a un teléfono fijo; los móviles, smartphones o celulares, como se conocen en Latinoamérica, no habían llegado a nuestras vidas.

El caso es que mi aparato no llora, no ríe, ni siquiera suspira. Está mudo desde hace varios días. No es que me haya vuelto una asocial o que me hayan cortado la línea por impago. Simple y llanamente, cada vez es menor el número de personas que eligen el fijo para comunicarse. El silencio de mi casa se rompe en muy raras ocasiones por el repiqueteo característico de esos receptores que pese a sus sofisticados y modernos diseños empiezan a ser, como los dinosaurios, un vestigio del pasado.

Desde que falta mi madre, con la que me echaba largas parrafadas diarias, me relaciono con mi familia y amigos por mail, whatsApp o móvil. Incluso los encargos, recados y citas médicas los realizo on line o por mensajería rápida. Los teléfonos “inteligentes” presentan muchas ventajas y funciones frente a las cuales sus nobles antepasados no pueden competir. Pero echando la vista atrás no dejo de sentir cierta nostalgia. Recuerdo mi fascinación por el que había en casa de mi abuela, en Bilbao, negro y brillante, fijado a la pared en mitad del largo pasillo, alumbrado por un pequeño aplique como un faro en mitad de la noche.

Todos los chiquillos han pasado por esa fase en la que se convierten en los telefonistas oficiales del hogar. Era sonar el timbre, y salías pitando, dejabas lo que estuvieras haciendo para llegar el primero a descolgar y enterarte de quién llamaba. Desde pequeños, intuíamos que la información es poder. A veces, los adultos te utilizaban con toda desfachatez para evitar ponerse cuando no les convenía, y tú repetías la lección bien aprendida: “no, mi madre no está, ha salido…” mientras aguantabas la risa viendo a tu progenitora haciendo aspavientos y gesticulando negativamente con la cabeza o la mano.

Cuando ya tenías uso de razón, la diversión aumentaba en el mismo instante en que tus hermanos mayores empezaban a tontear y a recibir llamadas de sus ligues. Entonces, ante la insistencia del ring, ring, se iniciaba una competición atlética por toda la casa, entre el que esperaba la llamada de turno y tú, que querías saber cómo se llamaba y cómo sonaba el tono de voz. Luego venía el pitorreo: “mucho te llama esa tal Marga, o Pedro… ¿Sois novios?, ¡fulanita y menganito, se quieren!”. Sí, en esa feroz batalla, algún cachete y puntapié te llevabas, acompañado de un comentario despectivo tipo: “enana cotilla, cuando te pille te vas a enterar”.

La cosa cambiaba cuando pasabas de ser un simple recadero a recibir tus propias llamadas. Primero, de tus amigas. Quién no se ha encerrado en un armario o en la habitación más próxima, hasta la que llegase el cable del teléfono, para mantener “secretas” y “enjundiosas” conversaciones con sus compinches. Daba igual que acabaras de verlas en el colegio, siempre había tema de palique. Normalmente, esos parloteos finalizaban de manera abrupta ante las amenazas, en alguna de las dos casas, de terribles castigos si no colgabas. En mi familia, con cuatro hijos, mi padre, durante un tiempo, se vio obligado a instalar un candado para no pagar facturas millonarias. También nos dio un ultimátum, cuando el cable pasó a convertirse en una madeja enredada, llena de cortes ante los continuos aprisionamientos que hacíamos con las puertas en busca de intimidad.

El teléfono también era el emisor de los requerimientos amorosos. Más de una vez te acercabas a comprobar si funcionaba bien cuando esperabas una llamada interesante y el dichoso aparato no sonaba. En otras ocasiones, zumbaba más de la cuenta ante la insistencia de pretendientes pesados. Eso sí, cuando había feeling nada mejor que “pelar la pava” entre susurros por el auricular. ¿A que os suenan expresiones como: “venga cuelga tú, que no, tonto… bueno, pues los dos a la vez?” “¿Pero, sigues ahí?, cómo que no, si te oigo respirar…”. Sí, recordadas con distancia y ya en la madurez, dan un poco de vergüenza ajena. Pero así eran las cosas del querer.

No creo que exista algo más inquietante y aterrador que el sonido del timbre del teléfono en mitad de la noche. Salvo que se tratara de un bromista inoportuno o de una equivocación, todos sabíamos que esas llamadas solían anunciar alguna desgracia que no podía esperar ser comunicada hasta el día siguiente. Accidentes o fallecimientos aguardaban al otro lado de la línea. Toda la familia se congregaba pendiente de la conversación y de los gestos del que atendía el fatal mensaje.

Ahora, lo normal es que en las casas haya varios aparatos telefónicos, entre fijos y móviles, pero antes lo usual era un único receptor. Para muchos el teléfono era un bien escaso y, en algunos edificios, el que tenía la suerte de disfrutarlo pasaba a convertirse en una especie de centralita privada que recibía recados para otros vecinos. Los bares y cafeterías disponían de aparatos de fichas para los clientes, y las cabinas formaban parte del mobiliario urbano. Éstas ahora se utilizan para decoración en proyectos de interiorismo; han dejado de ser útiles.

No sé si son mejores o peores los dispositivos actuales que han impuesto una nueva manera de comunicarnos. Sería un largo debate que aquí no procede. Pero sí os puedo asegurar que si esperáis que alguien os declare: “quise decirte vida mía, lo que por ti yo estoy pasando, pero no pude, pero no pude porque estabas comunicando, comunicando, comunicando…” como cantaba Monna Bell, lo lleváis claro. Os llegarán veinte whatsApp inquiriendo dónde demonios estáis, acompañados de un emoticono mostrando una cara enfadada echando humo por la nariz. Ya se sabe, son malos tiempos para la lírica.

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