La compra y la vida

"Tienda de ultramarinos, 1951"


Por Esperanza Goiri



Al ser el cuerpo mortal y mientras la técnica o la investigación no aporten otras soluciones, los humanos tenemos que dedicar un tiempo a la tarea de la compra para alimentar a nuestro exigente y pedigüeño organismo.

Desde la época de las cavernas, en que la carne se conseguía a mamporrazo limpio, hasta el siglo XXI, en que los comestibles llegan a nuestra cocina a golpe de clic, ha habido a lo largo de la historia toda una gama de lugares específicos para adquirir comida y bebida.

Mucha gente odia ir a la compra, la consideran una actividad tediosa y estresante con la que hay que lidiar para llenar la nevera. A mí me gusta y, sin duda, en ello han influido los gratos recuerdos que guardo de pequeña cuando empecé a hacer recados a mi madre. Me sentí muy importante la primera vez que fui a la tienda de ultramarinos, enfrente de mi casa, a por una botella de aceite. Ese establecimiento, dotado del misterio y el encanto decadente de las tiendas de antaño, era una fuente inagotable de satisfacción. Luis, el dueño, y Manolo, su ayudante, me trataban como a un adulto. Me preguntaban por el cole y por mi familia. Después de ponernos al día, junto con las vueltas siempre había un detalle: una rosquilla, un caramelo… cualquier delicia que escogía yo misma de la interminable hilera de tarros de cristal con tapa plateada.


El local tenía varias sillas de madera que ofrecían un receso y daban pie a animadas tertulias entre clientes y tenderos. Allí lo mismo se hablaba de futbol, de política, de programas de radio y televisión, que de las últimas noticias del barrio. Como si fuese una agencia de colocación, se ofrecía personal de servicio, se solicitaban referencias y recomendaciones; se admitían pedidos y repartos a domicilio, podías utilizar, sin excederte, el teléfono negro de baquelita de la trastienda y hasta se podía comprar a cuenta.

Luis, maduro, de ojos azules, siempre vestido con chaquetilla blanca y corbata negra, desplegaba todo su encanto con las clientas. Hábil comerciante, sabía engatusar y vender sus mercancías pero sin traspasar unos límites. A veces, le caían reproches y reclamaciones: “ojo con el jamón que me da, porque el último estaba seco y salado”, “menudas galletas rancias le despachó el otro día a mi hija”. Buen jugador, encajaba los golpes con elegancia y la sangre nunca llegaba al río.

Por desgracia, en Madrid quedan muy pocos locales de ese estilo en los que además de las lentejas y el queso se garantizaba un rato de conversación, un trato personalizado y pequeños favores: “dejo aquí unas bolsas, cuando venga a por el pan las recojo”, “ si no le importa, mi padre me espera aquí sentado mientras voy a la farmacia”.

Las grandes superficies son frías e impersonales. Hace unas semanas, en una conocida cadena de supermercados, tuve que improvisar una master class express a un anciano que, plantado ante la enorme variedad de pastelillos y panes, miraba abrumado, sin comprender bien, el proceso de bandejas deslizantes, pinzas, guantes de plástico, pesaje y etiquetado. “Antes te atendían personalmente, esto es un lío para mí que soy de otros tiempos”, me explicaba compungido.

No me considero de otros tiempos, pero también echo de menos ese plus de atención y de mimo que hacen de la compra cotidiana algo más que un simple aprovisionamiento de víveres. Por eso estoy encantada con la renovación y remozado de los mercados de barrio que languidecían frente al empuje de las flamantes y modernas cadenas de alimentación. El mío, bullicioso y popular, está lleno de vida, rebosante de colorido y olores. Conviven en perfecta armonía los puestos tradicionales con el aroma de las empanadas y alfajores argentinos, la fragancia del té moruno y las multicolores pastas frescas de un napolitano afincado en este pedacito de Madrid. Los vendedores conocen a sus clientes, se pregunta por la familia, se comparten alegrías y penas, se pasan recetas, se da a probar el género y se comentan la goleada del equipo local o la última tontería de esos señores que teóricamente nos representan.

Los días que el ánimo anda decaído agarro la cesta de la compra y enfilo al mercado. Mientras deambulo por los puestos pensando qué voy a preparar de cena, me dejo atrapar por los retazos de conversación que voy pillando al vuelo, respiro y absorbo esa fascinante amalgama de sonidos, efluvios y tonalidades que sólo pueden darse en un mercado, y como Holly Golightly frente al escaparate de Tiffany´s pienso que nada malo me puede ocurrir allí.

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