Un viaje de cinco kilómetros



Por José María Ruiz

El juego de la rayuela


Bueno será incidir, y dichoso puede ser el juego, pues ahí me pongo a la dulce sombra de “Un lugar en mi memoria” (artículo de Marisa Díez recientemente publicado en este blog). Si en él se interna en los lugares que han marcado nuestro ser, mi reflexión busca y fantasea entre el hoy y el ayer, entre el lugar donde vivo en la actualidad y el espacio que habité en la niñez. Todo un juego a experimentar.

En mi caso este tramo alcanza una distancia de apenas cinco kilómetros, aunque bien cabe explorar recorrido tan insignificante. Uno inició la vida pateando una calle que podría denominarse terciaria. Mi abuela llamaba carretera a una arteria de seis carriles, a un afluente de esta podría denominarse secundaria. De ahí que la bocacalle de esta segunda constituyese una terciaria, más cuando se encontraba muy al fondo, tan al fondo que la conocí como una vía de tierra.

Allí la niñez se dibujó en un oasis de esparcimiento, sin envidias, sin competencias; ni siquiera sabíamos juzgar (aunque no conociéramos el placer de no ser juzgados). Aquella calle era todo un espacio de libertad al que se entraba dulcemente, ya con una peseta de caramelos de cubalibre, ya con “pastillas de leche de burra”, ya con regaliz… Vivíamos en un “paraíso” (ignorando el significado de esa palabra).

Llegó el asfalto a nuestro camino de tierra, mas no por ello dejamos de dominar la calle, que se convirtió en el tapete de nuestros juegos, que lo mismo se transformaba en un campo de fútbol que en un río repleto de cocodrilos; en el que lo mismo un bordillo hacía de poste y la portería se extendía hasta la alcantarilla; porque confraternizábamos ante el pañuelo o brincábamos al pídola…, y donde con escayola (cual tiza) bien se dejaba dibujar un recorrido ciclista de chapas, un campo de tenis o una rayuela (cuando ni Cortázar ni la palabra conocíamos)...

¿Calle asfaltada y piedras? Solo suponía andar medio kilómetro llegar al campo, que vivía en el seno de la ciudad: allí bien se encontraban setas, pájaros, piedras, hormigas con alas. Y vuelta a la calle asfaltada que se dominaba, donde las señales de tráfico constituían una buena cesta para jugar al baloncesto. Calle asfaltada de mil y un juegos. Acaso en nuestros corazones germinaba el pecado capital de la felicidad (“hay que creer en la posibilidad de la alegría para ser feliz”, en palabras de Tolstói).

Treinta años hace que no vuelvo por aquellas lindes, y apenas son cinco kilómetros los que separan mi habitáculo de adulto de aquella casa de la niñez. ¿Juegas a visitar conmigo aquella fantasía? ¡Atrévete a hacer el viaje! A él voy.

Día de verano el que me acerca, y edificios de dos plantas y ladrillo rojo me reciben. Han sepultado aquellas casas bajas, apenas queda alguna cual islote. Ni un alma con la que cruzarse, ¿acaso estoy en un desierto?, ninguna silla sobre la acera, ninguna música que salga por las ventanas. El silencio y un descampado con verja, pues el lugar donde se encontraba la tienda de ultramarinos, a la que íbamos a llamar por aquel teléfono de fichas, ha quedado convertido en un bosque espectral. El tráfico ha cambiado de dirección, los coches se avecinan por un cambio de rasante. Melancólico ha resultado el trayecto, y me pregunto qué niñez tendría hoy en esta “nueva” calle.

Y la pregunta se extiende, ¿cómo hubiese sido la niñez en el barrio que actualmente habito, donde hoy día han venido a vallar la acera? Esta calle donde vivo viene a tratarnos como a borreguitos, los coches se han hecho los amos… Estoy como constreñido. ¿Dónde se puede hoy dibujar una rayuela?

Una interrogación final me abruma: ¿Nuestra niñez es la misma que la de nuestros hijos? La comparativa depara una nueva mirada. Atrévete a visitar la nostalgia.

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