Instantes de felicidad

Noche estrellada, Vincent van Gogh (1889)

A mi padre
Por Juana Celestino

Son numerosas las palabras que se relacionan o tocan de cerca el concepto de felicidad: dicha, fortuna, ventura, placidez… serían algunas de ellas; un poco más lejos tendríamos otras como el contento, el gozo o la alegría. Sensaciones de rasgos dispersos con los que hemos ido formando diferentes definiciones de felicidad. Según Aristóteles, es feliz todo aquel que actúa siguiendo el bien (entendido este como el fin de todas nuestras acciones); otro filósofo, Spinoza, identifica la felicidad con la alegría que sentimos al alcanzar un estado de perfección; Unamuno la considera algo indigesto; un instante, según Sciascia; para Camus, estar en armonía con nuestra vida. Apreciar lo que se tiene, hacer felices a los demás, amarse a uno mismo, la serenidad plena, estar reconciliados con el mundo, la ausencia de miedo o de dolor… Podrían llenarse libros con las innumerables acepciones que tiene esta palabra y la manera en que cada uno la entiende.

Unas, la identifican con un estado de ánimo; otras con un estilo de vida o con la presencia o ausencia de algún factor de vital importancia (quimérico alguno, pues es difícil imaginar la ausencia de dolor en el mundo) y todas ellas muy válidas para quien las formula, ya que parten de su propia experiencia. Incluso se han destacado épocas, como los años 20, en las que se equiparó la felicidad a un período de prosperidad económica y consumismo en el que, sin saberlo, se cavó a ritmo de charlestón el negro agujero de la Gran Depresión. Esta última es, precisamente, la idea que impera en la sociedad moderna, donde la obligación de ser feliz, de gozar a cualquier precio, se ha convertido en un objeto de consumo, en una obsesión que lleva a muchos a sufrir de ansiedad cuando concluyen que para ellos es inalcanzable. La búsqueda de la felicidad puede hacernos felices o desgraciados.

Al margen de lo dicho, comparto con Sciascia la idea de que la felicidad es un instante: pasa inaprensible, como ese pájaro del cuento tibetano que recorre el mundo y nadie puede asir. La felicidad como algo fuera de la realidad, pero no por ello irreal, porque es cuando ese instante que vivimos con alegría, satisfacción o placer ha pasado, cuando la felicidad se hace presente, y es el paso del tiempo el que nos la muestra. Un instante identificado en la memoria, siendo esta la que da la categoría de felicidad a esos momentos. Son esos instantes con los que nos topamos cuando vemos una fotografía, visitamos un lugar o simplemente nos asaltan porque sí. Un recuerdo feliz que no experimentamos como tal antes de vivirlo en la memoria, y que disfrutamos con serenidad, con una sonrisa, sin enturbiarlo con la tristeza o la nostalgia.

No deja de ser paradójico que algo tan alejado de la idea de felicidad como es la pérdida de un ser querido, su ausencia física para siempre, pueda poner de relieve esos placenteros momentos compartidos con él en vida. Una experiencia a la que entonces no pusimos nombre, que vivimos, sin más. La muerte como recordadora de felicidad, que nos trae a la memoria esos valiosos instantes con quien nos ha arrebatado. Esos recuerdos, en los que nos ensimismamos y a los que podemos acceder cuando se nos antoje, son como una estela luminosa que nos ha dejado el paso de ese ser para iluminar las sombras de tristeza provocadas por su ausencia.

Momentos felices que no están relacionados con ningún bien material. Pequeñas cosas que ocurren todos los días, no solo apreciadas a través de esa facultad de la mente que nos permite rememorar, también las vivimos con el corazón en el cariño y el agradecimiento hacia quien ahora nos proporciona esos felices instantes.

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