Foto: Flora Borsi |
Por Juana Celestino
Camina un rato con mis zapatos / Proverbio indio
La entrevista es uno de los pilares en los que se apoya la construcción de una biografía. Esos encuentros, a menudo con desconocidos, que nos permitirán recopilar los datos necesarios para poner en pie una historia, son cruciales para llevar a cabo con éxito dicha tarea. Cuando nos encontramos por primera vez con alguien a quien no hemos tratado, y que va a contarnos su vida, no se puede dejar de sentir cierto pudor ante un encuentro tan peculiar. La clave para romper el hielo, para dar naturalidad a esa “cita indiscreta”, está en la habilidad que seamos capaces de desarrollar para entender al otro y hacernos entender. Aunque, aparentemente, parece una tarea sencilla, en algunos casos resulta de lo más compleja, e incluso puede llegar a ser insalvable. Las personas a las que escuchamos deben percibir que tenemos un interés auténtico por conocerlos y comprenderlos, y en más de una ocasión tendremos que tratar de mirar el mundo desde su perspectiva, ponernos en su lugar. Es lo que llamamos empatía: la capacidad del ser humano para identificarse con los estados de ánimo ajenos, sean de tristeza o alegría.
Nuestra capacidad para empatizar es fundamental cuando la información procede de los otros: un tono de voz, un gesto, una mirada u otras formas no verbales sustituirán a las palabras para revelar lo que experimenta nuestro interlocutor. La facultad para interpretar estas señales, que nos llegan a través de las emociones ajenas, es lo más básico que la empatía requiere. Si vamos más allá, no solo percibiremos las preocupaciones o los sentimientos del otro, sino que mostraremos también una predisposición a responder a ellos. El nivel más alto lo alcanzaríamos al comprender los problemas e intereses que subyacen bajo los sentimientos del otro.
Prestar atención a los demás, a sus emociones, a lo que pueden estar sintiendo o pensando, podrá conseguirse, en mayor o menor grado, según nos haya influido el contexto cultural en el que hemos crecido y el tipo de relaciones personales que hayamos establecido. Ya sentimos empatía de recién nacidos; un bebé puede reaccionar ante cualquier alteración emocional de una persona cercana como si fuera propia, así como romper a llorar cuando oye el llanto de otro niño. A medida que nos vamos haciendo mayores, esta capacidad cognitiva va teniendo más presencia e importancia en las relaciones personales; incluso se la considera una cualidad indispensable para desenvolverse con éxito tanto en el entorno privado como en el laboral.
Sin embargo, según algunos estudios, hay un déficit de empatía: cada vez somos más egocéntricos, narcisistas y competitivos. Concretamente, ha bajado en los últimos 20 años en más de un 40% en estudiantes universitarios. Algunas de las causas están presentes en nuestra sociedad: videojuegos violentos que anestesian frente al dolor ajeno o el auge de las redes sociales, que proporcionan fácilmente amigos de los que podemos desconectar a golpe de clic, sin más explicaciones. El resultado son personas que disfrutan de una vida sin problemas y sin preocupaciones, dedicándose a sus intereses de forma exclusiva a costa de quienes les permiten ser así.
La capacidad para empatizar, para entablar esa comunicación tan sutil, surge de una actitud tan básica como la del conocimiento de uno mismo. Si no podemos percibir nuestros propios sentimientos, o impedir que se apoderen de nosotros y nos ahoguen, no podremos contactar con los estados de ánimo ajenos. Al carecer de esa sensibilidad, quedamos desconectados de los demás, y la falta de “oído” social, de ese radar, acaba por apartarnos de ellos, ya sea por haber interpretado mal los sentimientos del otro, por una franqueza mecánica, desconsiderada e inoportuna, o una indiferencia y falta de tacto que eliminan cualquier afinidad.
Pero la empatía no es adular, ni quitar importancia a lo que siente el otro, ni interrumpirle con frases del tipo: “tranquilo, el tiempo lo cura todo”, “mañana lo verás de otro modo”, “anímate, no es para tanto”… Si restamos trascendencia a lo que siente el otro no estamos poniéndonos en su lugar, y si le interrumpimos y aprovechamos para aliviar nuestras propias penas (“sí eso mismo me pasó a mí”), menos aún. Se trata “solo” de comprender el punto de vista del otro, cómo actuar ante la tristeza o alegría (cuando nos emocionamos al contemplar la felicidad del otro), sin interrupciones de juicios o frases balsámicas.
Es importante no olvidar que la empatía es una facultad cognitiva, y no debe transformarse en un lastre exponiéndonos a un “contagio emocional”. Si nos dejamos engullir por la problemática del otro, ocupamos un lugar que no es el nuestro; hay que procurar mantener un distancia de la realidad que queremos comprender. Si empatizamos en “exceso” con una persona con problemas, nuestra energía corre el riesgo de quedar minada y transformarse en una angustia que pueda derivar en una enfermedad mental. Debemos saber gestionar nuestros recursos emocionales y físicos, no agotarlos. Si bien la empatía es esencial en nuestras relaciones, debemos tener claro que la vía para comprender al otro no es el sentimiento, sino la razón. Por tanto, tenemos que saber diferenciar y ser capaces de poner límites, por nosotros y por los demás. Somos más valiosos sanos y felices.
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