Desde la ventana



Por Juana Celestino

"No siempre es fácil notar la diferencia entre pensar y mirar por la ventana.” (Wallace Stevens)


Foto: Jan Faukner

Dejó de escribir bruscamente, leyó el texto y no encontró ni una frase aceptable. Maldiciendo en voz baja, presionó durante un instante la tecla que la devolvió a la página en blanco. Se quedó mirando por la ventana como si estuviera buscando la clave, una señal o secreto escondido en su campo visual formado por un grupo de plantas, algunos edificios cercanos y el cielo. Pensaba cómo le gustaría disponer de la capacidad que permitiera expresarse sin hacer ningún esfuerzo y realizar el deseo en el momento mismo de concebirlo; estar a salvo de la continua tensión en la que nos coloca el lenguaje cuando sabemos que él puede ser nuestra salvación y nuestra perdición. Pero si la palabra es fuerza e impotencia, concluyó que debía quedar eliminada toda posibilidad de jugar con ella eludiendo la dificultad. Si no fuera así, si se cumpliera el placentero sueño, esa indolencia, el deseo apenas existiría, sería tan solo un atisbo de voluntad donde no tendría espacio para recrearse. Podría llegar a creerse segura del todo y caer en la indiferencia de la costumbre. Si consiguiera expresar vivamente todo lo que sentía en cada instante de la vida, no dejaría nada en torno a ella, quedaría anulada la capacidad de sorpresa, de miedo, ese miedo que imprime pasión a la vida, el que empuja a la búsqueda.


¿No ocurría lo mismo cuando alguien ponía el mecanismo de su deseo en marcha? En principio, a la primera mirada, al primer síntoma de que esa persona le afectaba, tendía a no dar ningún tipo de explicación, dejaba espacio, una prolongación que posibilitara otras miradas. Se recreaba en el recorrido sin tener en cuenta el objetivo, la meta. Pero el final siempre llegaba en el caso de que el otro la correspondiera de forma idéntica, o ella lo creyera así. Entonces entraría en escena la sensualidad: ese ser involuntario que unas veces nos sorprende gratamente y otras nos traiciona. Y en el preciso instante tendría que hacer un esfuerzo por liberar el lenguaje a sabiendas de verse reducida a él, exponiéndose a que este se presentara en una mínima parte de lo que pretendía decir, a suplantar su autenticidad. Era un temor al malentendido, no en lo que se refiere al contenido de lo que se dice, sino a ella misma por ser la que se expresa.

Resultaba tentador ignorar la angustia del lenguaje, esquivar el riesgo de un encuentro y no manifestarse. Pero esa ausencia invalidaría toda posibilidad de cambio y enriquecimiento personal; claro que al admitir esto, automáticamente se abriría la puerta a la contrariedad, la decepción, el desengaño, que desapareciera para siempre el placer imaginado. Y a empezar de nuevo, dar paso otra vez a ese antagonismo que lleva implícito todo deseo: la necesidad y la posible falta de aptitudes para satisfacerla; y elegir entre un confortable silencio o entregarse a la idea de que todo placer consiste en suprimir la voluntad, en despojarse de ella y dejarse llevar hacia no se sabe dónde. Hacer emerger el señorío sobre uno mismo al saber que se expone sin importarle, aunque eso no signifique que no le afecte, y disfrutar de esa sensación que proporciona la audacia, la de no poder controlarla una vez se presenta y asumir la responsabilidad de la acción al margen de los resultados...

De pronto, reparó en el gato que desde el alfeizar de la ventana la miraba fijamente, ¿cuánto tiempo llevaba ahí? Le hizo una caricia y cerró el ordenador.

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