Vivir con arte

 Por Juana Celestino


Pintura, poesía y música en el salón (1636), Frans Francken el Joven


Reconocer el valor del arte, apreciarlo, es una de las formas más hermosas de entender la vida, a nosotros mismos y a los que nos rodean. Cuando vemos una película, leemos un poema, escuchamos música u observamos una pintura intentamos buscar el significado de lo que el artista desea transmitir y lo interpretamos en función de nuestra naturaleza y experiencia vital. El lenguaje del arte, sus sonidos, cadencias, líneas y colores nos toca internamente llevándonos a un diálogo silencioso que revierte en la realidad exterior. Es una forma de autoconocimiento, lo que percibimos está en nuestro interior y lo sabemos cuando la emoción, agradable o penosa, se manifiesta sorprendiéndonos a veces con reacciones insólitas.

Desde niños comenzamos a descubrir la estética (no de un modo consciente, claro), pero algo se nos hacía ya patente: había cosas que nos gustaban, nos emocionaban, despertaban nuestra curiosidad e interés, y otras, sin embargo, que ignorábamos o nos inspiraban rechazo directamente. Pero es con el transcurrir de los años cuando nos acostumbramos a la expresión artística y tendemos a desarrollar nuestra preferencia estética y, al cultivarla, nos sentimos estimulados y deseosos de saber más. Sin darnos cuenta vamos descubriendo nuestro concepto de “belleza” y sabemos qué colores, formas, imágenes o sonidos nos procuran placer.

La apreciación de la belleza es un proceso, y esto lo ha trabajado muy bien el psicoanálisis: cuanto más conscientes somos de nosotros mismos, mayor será nuestro equilibrio y más receptivos seremos a la experiencia estética que nos evitará alteraciones y vacíos en el estado de ánimo. Es una necesidad en la vida humana porque es bueno para nosotros. Coloquialmente decimos que algo es bonito (antiguo diminutivo de bueno), y cuando perdemos el sentido de lo bello o bonito en la vida esta se nos vuelve repulsiva, algo que hacemos extensible en nuestra relación con los demás.

Todos los seres humanos compartimos la necesidad por lo bello, puede tratarse de cosas materiales pero, sobre todo, de experiencias que extraigan lo mejor de nosotros y nos lleven a mirar la vida con agrado y satisfacción; fuera de esto solo encontraremos frustración y pesar. La artes, la contemplación de la naturaleza, la bondad, los buenos recuerdos…todo eso es bello, despliega la ternura, nos gana el corazón, y también nos proporciona esperanza. El psiquiatra Victor Frankl (autor de El hombre en busca de sentido) sobrevivió a los campos de concentración nazis, donde perdió a su mujer y a sus padres, y, sin embargo, allí redescubrió que la fortaleza interior del hombre le aumenta la sensibilidad por la belleza. Cuenta en su libro, que un día un compañero de barracón avisó a los demás para que contemplaran un atardecer más allá de las alambradas, y uno de ellos exclamó: “¡Qué bello podría ser el mundo!”. Frankl después comentó que si alguien hubiera visto a esos hombres extasiados ante una puesta de sol, no diría que estaban a punto de perder la vida. Porque no se trata de un capricho de formas; sentir la belleza nos lleva a ese diálogo con nosotros mismos que nos recuerda la libertad inmensa e interior del ser humano.

A veces lo bello lleva intrínseco un elemento perturbador que nos puede sobrepasar y alterar nuestras facultades (el “rapto”, que denominan algunos autores), nos secuestra el alma, algo que sabemos por Sthendal. El escritor francés escribe en su diario que cuando visitó Florencia, y tras un largo día paseando por sus calles, admirando tallas, cúpulas, frescos, fachadas…, comenzó a sentirse mal al entrar en la basílica de Santa Croce: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”. El síndrome de Stendhal, donde la contemplación de la estética sublime puede originar un ritmo emocional in crescendo que se traduce en síntomas psicosomáticos, es un referente romántico que nos gusta, aunque para algunos sea tan solo un mal del viajero que se satura de arte en sus ansiadas vacaciones. Pero, dejando al margen la angustia stendhaliana, la contemplación de lo bello siempre elevará el espíritu, llegando incluso a sanar o a mitigar dolencias del cuerpo y del alma. Una necesidad fundamental en el ser humano, como el oxígeno, el alimento, el sueño o el amor.

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